"El error de los supuestos"

—Oye, Leo, ¿tú le dices a tu mujer: “te quiero”?
—Pero, Bren, ¿de qué vas? ¿Estás de guasa, no?
—Te lo pregunto en serio.
—¿Y a qué viene tanta tontería?
—Es que a mí  tampoco se me ocurre decírselo a Filo.
—Muy lógico. ¿Lo quieres?
—¿Tú estás loco?
—Entonces, ¿qué importa?
—Que tampoco a ti te lo digo.
—Bueno, pero  se supone.

—Eso exactamente se cree mi marido.

Terminal

A pesar de una resistencia numantina, todas y cada una de las pruebas fueron resultando positivas. El cáncer era terminal. 
© Preludio. 11 de septiembre 2015. 

También estuve en la Torre.

Al atardecer del viernes pasado,  último de Agosto, yo también estuve en la Torre Vella junto con una docena de escritores que igualmente habían sido invitados a un encuentro que por tercer año consecutivo tenía lugar en la capital de la Costa dorada para revivir su paisaje, un escenario para la literatura. El paisaje, como la luna de aquella noche, acrecía.
Schopenhauer decía que el hombre a quien basta su riqueza interior y que exige muy poco al mundo exterior para su diversión es feliz, porque importar no solo es caro, sino además es esclavizador y expone a desengaños  al no ser más que un sucedáneo.  Puede que tenga razón el filósofo alemán del pesimismo profundo, sin embargo, confieso que yo necesito del  paisaje exterior, presente o pasado. Percibo que es necesario el escenario para interpretar mi vida, o reinterpretarla desde el pasado y sentirme actor  o persona, que es lo mismo. Al sentirme rodeado de lo exterior, encerrado en el paisaje, mi vida cobra más sentido y completa al personaje. ¿Acaso el decorado es menos real que yo? ¿Y no es este parte de la memoria? Soy un actor que se reencarna al bucear en ella, con igual o parecida perspectiva y al escribirlo intento hacer literatura.
Cierto que el decorado cambia como la escenografía. Que lo que fue, hoy es ruina. Pero la cuestión es sencilla: El paisaje también es vida.
Con este sentimiento atravesé la otra noche el pórtico del patio rectangular de la Torre Vella. Las sillas estaban ordenadas, los micrófonos preparados, los instrumentos de la rondalla afinados, mis compañeros expectantes y el público a la espera. Ni una hoja del gran ficus que escala el muro de poniente se movía. El tiempo parecía que se había detenido un instante para una fotografía imperecedera y recreaba una atmósfera mágica. Quinientos años de historia. De pronto todo empezó a moverse de nuevo, incluida la luna que ascendía por la muralla mientras el sol se retiraba del todo, y pensé que el tiempo es un río tempestuoso que todo se lo lleva por delante hasta que escuché la voz de la presentadora que decía: Bienvenidos a este paisaje.  Por tercer año consecutivo la Torre Vella nos convocaba.  Esta vez no era deferencia, sino relato, poema y sueño. Salou era literatura, y rectifiqué mi pensamiento: El tiempo todo se lo lleva por delante, menos los sueños si tienen raíces profundas. 
Yo, por fortuna, estuve el viernes pasado en la Torre Vella con una docena de escritores donde arraigamos sueños mientras atardecía.

© Preludio.jcll. Septiembre 2015.

La tormenta

Lo mejor de la tormenta de esta tarde,  el  trueno  y la fragancia de la salvia, del romero  y  del espliego.  La insolencia de la ruda y la inflorescencia  del acanto se mostraban débiles. Los pies anclados en los charcos del camino. Las gotas de agua en la hoja del pino parecían llanto.Gritos en la densa  tarde que bajaba a raudales del monte, mientras el cielo se suicidaba con puñales.

Redescubrir a Tanizaki

Tanizaki, en el  Elogio de la sombra pretende reflejar la tensión existente entre oscuridad y claridad, algo así como el contraste que desprende “un negativo” a contraluz. En su ensayo literario, Tanizaki reprueba el mundo demasiado brillante de Occidente y celebra la riqueza de la penumbra, como fuente de ambigüedad y de relieve. Los lugares muy iluminados son demasiado limpios, sin misterio y sin historia. 
Tanizaki envida por el disfrute y la tranquilidad de la oscuridad, por las capas que el tiempo deposita en la superficie de las cosas y que las dotan de atractivo. No se trata tanto de explorar lo oscuro de la noche sino  más bien la iluminación ambigua de la oscuridad. 
Una oportunidad para pensar el mundo desde esa extraña luz y tratar de comprender el alcance de un tiempo en sombra y a la vez demasiado iluminado. La sombra es bella.

Diagnóstico

Cooper está enfermo. Lo han ingresado inconsciente.
Me han llamado del ayuntamiento para decírmelo después de rebuscar en su chip.
—¿De qué? —he preguntado a la funcionaria.
—De tristeza —me ha contestado con cierto tono de condolencia.
—Eso es imposible. Cooper es un perro alegre. Además, ¿Cómo puede saberlo usted?
—Eso ha dicho el veterinario cuando lo ha examinado. Lo pone en su diagnóstico. Se lo puedo leer textualmente. Además he visto su foto.
—¿Tiene usted una foto de su tristeza?
—La he visto en el blog del veterinario.
—No me lo diga. Prefiero imaginarlo tal como es: alegre, confiado, resuelto, jovial…
—También está enfermo de inanición.
—No puedo creerlo. Lo siento señorita. Cooper no necesita comer, se alimenta de… claro…  Perdone. Tiene razón el veterinario. ¿Ha dejado alguna cosa para mí?
—Tengo su teléfono. Lo hemos sabido porque tiene un solo contacto. El suyo. Y un mensaje inconcluso que al parecer no ha enviado.
—Léamelo.
—Está en griego.
—Vaya, eso está de moda. Cooper no sabe griego, aunque lee a Kavafis.
—¿En serio?
—Un perro muy raro. ¿Alguna cosa más?
—No.
—Gracias por llamar. Pasaré a visitarlo mañana.
—Cuando pueda. Le sentará bien.
—Gracias de nuevo.
—Ah sí. Perdone. Hay una fecha. Diciembre. ¿Le dice algo?
—No caigo. Lo siento. En fin, cosas de Cooper.

Joe Lovano y el canto de un grillo en la noche.







Me encanta el sonido del saxo tenor de Joe Lovano y la música al piano de Hank Jones. Si a ella, el canto de un grillo pone un contrapunto, el alma se  templa en la noche mientras se acorta. Venus reluce en el cielo y Casiopea espera que la luna pase de largo camino de la aurora. El grillo calla en el solo de Hank y luego replica a Lovano como si dialogaran a cuatros. Lovano no se corta. Genial la noche a la que se unen los ladridos lejanos de los perros. No hay mejor jam session para este martes que empieza.

Cooper duda.

Hace dos días vi a Cooper. Estaba muy desconocido. Con la cabeza humillada, los ojos hundidos,  miraba de lado, con desconfianza. Aparecía sucio, derrotado, echado a la vera del camino. Le he llamado pero ha huido como si temiera todo de la especie humana. Quizás le asista la razón. ¿Qué pensar de la mayoría de los humanos explotados por una minoría, cuya única ambición es poseer sin medida, menos afectos que es lo único que satisface de verdad el corazón del hombre.  Cooper también desconfía después de haberse humanizado. Incluso ya no cree en la manada. Ahora anda solo por el mundo. Piensa que el otro es el peligro y la causa de su desgracia.
No tenía nada que ofrecerle más que un poco de agua tibia de una botella recalentada por los calores de este cuatro de julio, día imperial por antonomasia. Ante su reacción, esperaba que sonara el teléfono, sin embargo ha permanecido mudo todo el día y toda la noche.

Al amanecer han sonado dos timbrazos y enseguida ha enmudecido el movil. Señal evidente de que no le quedaba batería. Le he llamado y, como siempre, no ha dicho nada esperando que yo interpretara su silencio. Los dos nos hemos quedado sin palabras. ¿Para qué, si ninguna de ellas nos valía? Hasta que al final me he atrevido a preguntarle: Entonces… Cooper, ¿para qué me llamas? Antes de que colgara he escuchado que hipaba. Cuando he vuelto a llamarle, ya no ha descolgado. Me he pasado todo el día y toda la noche junto a la verja del jardín esperando que regrese. ¿Señal evidente de que tan solo me interesa acumular afectos? De todos modos, he dejado un hueco en la verja por si necesita de los míos, aunque a estas alturas, después de mirar sus ojos, lo dudo. Su llamada es tan solo un reproche.

Ha llamado Cooper.

Ya han pasado tres días y no me ha llamado Cooper. Desapareció a toda prisa con el teléfono en la boca. Me preocupa que se haya quedado sin batería. Quizás no ha sabido conectarlo por desconocer la contraseña. Pienso que siempre tendrá el recurso de volver al camino donde hemos coincidido los últimos días para pasear nuestros atardeceres, y preguntarme.  Puede que incluso haya ido en mi búsqueda, o haya dejado algún mensaje escrito en el polvo o en uno de los chopos del barranco que atraviesa el camino al comprobar que he sido yo el que no ha comparecido, después de haberme esperado más de hora y media. Ahora que caigo, Cooper hacía tiempo que rondaba ese camino. Una vez pasó con otros tres perros sueltos. Lo normal es que lo perros anden sueltos Va con su naturaleza ser libres. Lo anormal es verlos atados y tan sumisos. Caminaban aprisa, recelosos,  y antes de llegar a mi altura se desviaron por un zopetero que descendía hacia el barranco tras unos cañaverales. No les presté mayor atención al  dejarme libre el camino, aunque Cooper se quedó rezagado para una última mirada. No podría asegurar con certeza que era el mismo, pero sí era blanco y gris, y la misma cautela en la mirada. Hay certezas que devienen poco a poco y se instalan como el polvo que cubre los muebles a los que se les ha dejado perder el brillo con el paso del tiempo.  Lo recuerdo porque en aquel momento unas torcaces cruzaron el cielo con el viento del sur como avanzadilla de las que volarían por la noche hacia el norte.  Otra vez creí haberlo visto arriba de un ribazo, disimulado entre las hierbas silvestres que crecían a los pies unos cipreses.
Esta tarde he salido también al atardecer para un recorrido urbano. Mis diez kilómetros del ocaso. La misma rutina de cada día antes de que caiga el sol por la espalda. Siguiendo la vía del tranvía he llegado hasta el mar. El Lebeche todavía no es fuerte cuando el verano  ya casi asoma,  y las olas que había levantado el viento se dejaban caer muelles sobre la arena. Todo el mar se balanceaba con el ritmo perdido y me he sentado en la arena caliente para escuchar su murmullo como quien espera la noche sin ninguna sorpresa. Entonces ha sonado el teléfono. Mi teléfono. El teléfono de Cooper. Lo sé porque lo ha delatado su número, pero especialmente el silencio y la respiración entrecortada cuando he descolgado. He contestado de la misma manera, aunque me he acercado a la orilla, para que Cooper escuchara el rumor de las olas. ¡Cómo me hubiera gustado que también lo hubiera olido! Tanto que casi he metido el teléfono en el agua. Cuando lo he llevado de nuevo al oído ya había colgado y me ha asaltado una tristeza infinita. Hasta el mar parecía derramarse en lamentos.
© Preludio. Dos de junio 2015. 


"También esto pasará" de Milena Busquest.

Me gustan las novelas en las que el escenario se torna protagonista importante de la trama en tanto que cogestiona la vida, la muerte, el sexo, el amor, la frustración y el fiasco.
Acabo de leer la segunda novela de Milena Busquets, “También esto pasará”, publicada por Anagrama y  debo reconocer que ha sido uno de los libros que con mayor fruición he leído últimamente. Quizás porque el trasfondo de la relación con la madre muerta me impresiona cada vez más, a medida que mis años ya se cuentan, mirando con gafas de presbicia la raya de mi horizonte y de reojo lo que ha ido quedando atrás  entre la nostalgia de lo que ha sido válido en mis paraísos perdidos. Paraísos, sin duda, en los que se sitúa con la excelencia a veces,  el dolor, las relaciones complejas, los trabajos excitantes, el sexo, la sucesión, la enfermedad y también el desastre. Todo aquello que importa. La autora nos muestra a alguien que no está dentro ni fuera del mundo, sino en su límite para comprender mejor la sensación de vacío. Una sensación que disuelve toda realidad objetiva que, de pronto, parece revocada con tal que pueda relucir, con el radical naufragio, flotando en el espacio y el tiempo de una nada inconmutable, resplandores y reflejos que halan a la deriva entre residuos que flotan. Y  lo que resulta más sorprendente de todo ello, que todavía puedan contabilizarse, por lo singular, como limaduras y fragmentos de la belleza. Una belleza que surge de las cenizas de la vida. Aquí no me atrevo a ser tan contundente como Thomas Mann para asegurar que lo bello se muestra a partir del siniestro total, pero  algo de eso se muestra en la novela de Milena Busquets. La muerte como fatalidad que impulsa la vida, y esta entendida como sexo, el sexo como contacto, como abrazo compartido e inmediato. Pura necesidad de ser.  Y ser es saberse participado.
De nuevo nos encontramos con la eterna dicotomía de "eros y tanatos", tan constante en la literatura de todos los tiempos.
Una novela muy recomendable para leer en una de las noches cortas de junio, que casi siempre, para mí, han sido antesala de los paraísos.  

© Preludio. Primero de Junio 2015.

Cooper no sabe hacer selfies

El día ha transcurrido con mi ansiedad. Pensaba que me encontraría de nuevo con Cooper. Incluso cavilaba si podría regalarle un teléfono antiguo. El más preciado de todos cuantos he tenido por la única finalidad específica que tenia. Al fin y al cabo ya no me sirve para nada desde hace tiempo. Aunque, ¿para qué querría el perro un teléfono móvil? Mejor uno móvil que uno fijo. Cooper no es un perro sedentario, ni siquiera es callejero. Es un perro de campo y monte.  Puede que sí le interese, aunque no tenga para hacer selfies. Cooper no puede ser tan pijo. Además, a la gente de monte abrupto y de mar abierto nunca nos ha dado por esas tonterías.
Al atardecer, como de costumbre, me he calzado las zapatillas de andar y me he propuesto recorrer diez kilómetros por el mismo lugar donde ayer me encontré con él. El fisioterapeuta me ha prohibido andar durante más de una hora y media, y me perderé la maratón de Berlín. La de Roma me pasó factura y aún estoy pagándola. Ahora tan solo ando a paso ligero por una senda amable por ser desierta.
Esta penúltima tarde de mayo no hacía calor, más bien un viento húmedo de levante con aromas de mar y espliego, preludio de una tormenta, obligaba a una prenda de abrigo. A los cinco minutos de caminar el sudor me empapaba la espalda y me sobraba el cortaviento. Me he despojado del mismo y lo he atado a las ramas de un almez frondoso, que disimulaba su vista, para recogerlo a la vuelta. Hubiera sido raro que alguien se lo llevara. El lugar, por fortuna, resulta poco transitado.
Cuando ya dudada que Cooper apareciera, he visto a lo lejos que alguien se acercaba. Venía por la parte derecha del camino con paso inquieto. El mismo aspecto de ayer, gris y negro, igual de sucio, las pestañas polvorientas, pero menos resabiado. Yo iba por la izquierda en previsión de algún vehículo, aunque era de extrañar que a esas horas del atardecer pasara alguno por aquella vía. A reconocerlo he avivado el paso hasta llegar donde él. Cooper por el contrario lo ha retenido y se ha puesto en guardia atento a mis manos y a mis propósitos. Por supuesto, esta vez no iba armado con el teléfono, sino que los llevaba a buen recaudo, metidos ambos en los bolsillos.  Los dos nos hemos detenido al mismo tiempo. Igual que ayer, pero con menos distanciamiento. Lo primero que he hecho ha sido mostrarle mis manos abiertas, mientras él reculaba un par de pasos, tenso el rabo. Cuando las he bajado, Cooper lo ha movido un poco sin atreverse a mirarme a los ojos. Los perros saben mejor que nadie que no hay que mirar directamente a los ojos, salvo a los ojos de los niños, que son todavía una promesa, como los pozos de agua clara. En los otros, en los de los adultos, los ojos son como los de aguas oscuras, donde al fondo reflejan la tribulación y la desdicha.
El perfil de las montañas pasaba del añil al violeta y el sendero oscurecía, como si la noche emergiera desde dentro de la tierra. Unas nubes negras presagiaban tormenta.
Ha habido un momento que no he sabido que hacer. Cooper, sí. Se ha apartado a la vera del camino y después de olisquear unos cardos silvestres ha echado una meada larga. Pup-pu-pup cantaba en ese momento una abubilla. Contestaba al pup-pup-pup de otra que estaba sobre un almendro. La abubilla ha salido volando como contestación al reclamo. Luego, Cooper  ha venido hacia mí y se ha sentado en el suelo. Me ha parecido que me invitaba a hacer lo mismo.
Mientras me sentaba frente a él, se ha acercado un poco más y se ha atrevido a lamerme una zapatilla. Buscaba una caricia. Cualquiera que lo hubiera visto seguro que hubiera sacado su móvil y hubiera grabado la escena. Juro que he pensado hacerlo yo mismo. ¿Pero a quien iba a enseñarlo con el riesgo  de perderme en aquel momento la emoción del animal y la mía propia? He desistido de ello. No obstante he sacado el móvil viejo del bolsillo y se lo he ofrecido. Cooper lo ha olido y lo ha despreciado. Estaba más interesado en mi caricia. Luego, lo extraño ha sido que me lo ha quitado de la mano y ha huido con él en la boca. Ha debido pensar que así acababa con mi amenaza. Por más que he salido corriendo detrás, no he podido alcanzarle. Algo más que añadir al “debe” de la factura de la Maratón de Roma. Cooper estaba mejor preparado que yo para huir por el camino hasta el cruce de un sendero por donde ha salido monte abajo. Si aguantara así más de cuarenta  kilómetros le propondría que corriera por mí la Maratón de Berlín.
Después he vuelto a casa, a donde he llegado,  encendidas ya las luces, después de recoger del almez mi cortaviento. Júpiter aparecía en ese momento en el cielo, arrogante como un galán treintañero por encima de la Sierra, acompañado del primer trueno que iniciaba la tormenta. Confío que Cooper me llame un día de estos para darme noticias.


Cooper.

Esta tarde cuando caía el sol, en estado de fuga de mí mismo, me he encontrado con un perro solitario que venía en dirección contraria por el mismo camino que muestra la fotografía. Un camino con ecos todavía de un tren renqueante que lo transitaba bordeando el río hasta, horadado el horizonte, aparecer al cabo de dos horas en la playa. La luz era tenue. Solo las crestas de las montañas que rodean el valle relucían y adensaban el silencio que, no entorpecía,  el movimiento de las hojas de los olivos, y de los cañaverales movidas por la brisa. En ese paisaje ha tenido lugar el encuentro.
         Era un perro solitario en blanco y negro, no muy grande, sin collar, de mirada recelosa, perdido y sucio.  Los dos hemos hecho lo mismo. Nos hemos detenido a pocos metros uno del otro, después de desviarnos de la trayectoria que llevaba cada uno. Yo, hacia mi izquierda, y él exactamente lo mismo. No hemos observado, sin atrevernos ninguno a mirarnos a los ojos. En la mano llevaba el teléfono como una costumbre añeja en mis paseos. El perro, solo su propio miedo como amenaza. Me he percatado de ello porque era lo que miraba de soslayo. Quizás temía que lo lanzara en su contra como si fuera una piedra. Los teléfonos casi siempre resultan peligrosos y a la postre muy eficientes para la derrota. Eso es lo que nos hemos dicho entre otras cosas, además de la soledad y de los recuerdos que rumiaba cada uno. Los perros también tienen memoria. Lo que no sé es si tenemos futuro. También en eso creo que hemos coincidido. Quizás él no lo sepa. Retomado el paso, nos hemos dado resguardo  uno al otro al trazar una media circunferencia cada cual y nos hemos ido alejando. A los pocos metros nos hemos vuelto para mirarnos con la respiración más relajada. Mientras tanto emergía la luna de manera insolente, y me ha parecido que nos incitaba al reencuentro mañana a la misma hora.
         Si vuelve el perro intentaré convencerlo de que se aliñe un poco. Será el tiempo de las presentaciones. «Soy Preludio, le diré, ¿y tú? Si no recuerda su nombre, lo llamaré Cooper en recuerdo de aquel actor que estuvo solo ante el peligro». No creo que le guste, pero no se me ocurre otro nombre. Yo puedo mostrar una mirada temerosa como Cooper, devolver el teléfono al bolsillo, pero no voy a parecerme en su atuendo en tanto él no lleve también un teléfono del que yo tema que pueda arrojármelo. 
Por fin, la luna se ha apoderado del camino y a los lejos se veían las luces de mi casa. No creo que Cooper haya visto las de la suya.


La maratón de Roma.

—¿Qué pasa, Camilo? Te veo serio.
—Nada. Acabo de decidir que ya no voy a correr más la maratón de Roma, ni ninguna otra. 
—No es mala decisión para tomarla delante de una buena pinta de cerveza, sentado en esta terracita tan soleada.
—Para la de este año, lo tenía todo previsto, hasta mi certificado médico impecable, la inscripción pagada, el avión y el hotel reservado.
—Hombre, Camilo, después de tres años jubilado, pienso que es una barbaridad correr, como si tuvieras prisa, para ir a morir entre el Coliseo, la Piazza Navona, el Circo Massimo, el Teatro Marcelo y las Termas de Caracalla.
—A la del año pasado le sobraron ocho kilómetros cuando caí reventado, pero me entretuve contemplando las calles de Roma, llenas de historia, y sus monumentos sin que notara mis piernas.
—Ya hiciste la de Nueva York cuando eras joven, y la de Atenas.
—Me ilusionaba hacer también la de Berlín.
—Ya eres mayor para esas cosas.
—Puede que tengas razón, pero, si ya no sirvo para correr la maratón, ¿de qué voy a llenar mi vida? Porque la vida hay que llenarla para que lo sea.  
—Podrías leer más.
—Todos los días leo por lo menos cuarenta páginas de un libro. El último que he leído ha sido el de Patrick Modiano.
—¿Y escribir? A ti te gusta.
—Emborrono  cuatro folios cada día.
—Puedes ir al cine.
—No me gusta el abuso de los efectos especiales con que llenan la mayoría de las películas actuales, y las viejas películas me las sé de memoria, aunque de cuando en cuando las reviso por puro deleite de contemplar las obras maestras.
—¿Por qué no viajas?
—Lo que me permite el Imserso. Mi pensión no da más de sí. No creo que vuelva a pasar el Cabo de Hornos, ni navegue los cuarenta rugientes, ni recorra la ruta de la Seda, ni vuelva a bajar en bote el río Pacuare. Puede que vaya a algún museo.
—Escuchar música, ir a la ópera, al Liceo.
—La Filarmónica me permite escuchar al año veinticinco conciertos de música de cámara y algunos de música sinfónica. Para jazz, ya frecuento el Jimmy y el Café Mercedes.  Con ello agoto el presupuesto.
—¿Y la moto?
—La vendí por consejo del urólogo, lo mismo que la bici. Dice que castigaban la próstata.
—Podrías hacerte más visible en el facebook y en las redes.
—“Vade retro”.
—O meterte en una peña gastronómica.
—Ya guiso en casa.
—Aprender otro idioma.
—Cabe  que le dedique al chino el tiempo que resulte después de preparar solo la media maratón.
—¡Qué cabezota!
—No pienso dejar de correr, no vaya a ser que caiga víctima de una depresión. Hasta los noventa y dos años, que tenía el anciano que corrió la del año pasado en Roma, todavía me quedan veinticinco, aunque creo que tampoco la terminó, pero hizo más de media. Cualquier día entraré en el club de la “cuarta edad” y entonces me plantearé si dejo también de correr la media maratón y que pase lo que sea. 
—Tú lo que necesitas es hacer más el amor.

—¿Tú crees? Se lo preguntaré a mi chica. Creo que duermo demasiado.

Relámpago

La mujer con la edad se vuelve más interesante. Para confesar esto no hay que estar borracho, ni siquiera para justificarse ante sí mismo y ante los demás por el hecho de encamarse con una señora que dobla la edad del protagonista, un arquitecto paisajista, al que todo se le desmorona en un instante, tan  fugaz como el de un relámpago.  Blitz, así se llama relámpago en alemán. Blitz, la última novela de David Trueba, publicada por Anagrama.
Una relación en la que no hay exaltación, sino la ceguera que trae el trallazo del relámpago a la que sigue el descubrimiento y el cambio después de quedarse al aire, en el aire, sin paracaídas, sin refugio, sin referencias, ciego, sin señales y con la dirección rota. Quizás con la única referencia del sabor del pastel de manzana. Algo muy básico después del humor.
La novela de David Trueba se lee de una sentada todo el rato con el dedo puesto en la página siguiente. Es una novela corta. Ni  me enteré que llovía.

©Preludio. Equinoccio de primavera 2015. 

Bolero

Hay un bolero que he escuchado hoy al leer un relato de Leandro Padura. Se llama el bolero: “La vida es un sueño”, de Arsenio Rodríguez.
“Después que uno viva
veinte desengaños,
qué importa uno más.
Después que conozcas la acción de la vida
no debes llorar.
Hay que vivir el momento feliz,
Hay que gozar lo que puedas gozar,
Porque sacando la cuenta en total,
La vida es un sueño
Y todo se va.
Es la traducción del carpe diem. Vivir el momento para extraerle todo el jugo, sabiendo que incluso será escaso porque todo es un sueño en un mundo sin felicidad.
Si todo es sueño, si el carpe diem tampoco tiene consistencia será mayor fuente de infelicidad. Buena ración de nihilismo. No hacer nada, pues todo lo que se haga será un desengaño más por el que no vale la pena llorar.
Sin embargo, queda el recuerdo, el impacto de lo que se hizo, fascinado por el momento. Ese momento no es pasado, ni futuro, sino siempre presente. “Gozar lo que puedas gozar”. Porque, finalmente, no todo se va; más bien será memoria. “Me recordarás cuando en la tarde muera el sol”, otro bolero, el primero que cita Padura en Nueve noches con Violeta del Rio. El desengaño viene de la pérdida del momento, de su desprecio. De no hacer nada.