Invisible.


 

Estuvo lloviendo toda la noche, y al día siguiente, mi cabeza era un mar de niebla.  Por un tiempo me sentí invisible. Era lo que más temía.

No siempre.

 



He terminado de leer, “Lejos, mas lejos”, varado en la orilla del rio Yukon, a escasos ocho kilómetros de Dawson City, después de haber naufragado con una barcaza en mal estado, tratando de remontar irresponsablemente el rio en el loco intento de llegar al Estrecho de Bering.

Para llegar hasta ahí he recorrido en casi dos años, casi siempre a pie, inmensos territorios inhóspitos. He atravesado barrancos y me he perdido en bosques oscuros, y me he enfrentado a animales feroces, he soportado tormentas de lluvia, nieve y fuego desde que salí de Nueva York a primeros de julio de 1924, previa renuncia al sueño americano en el que no tuve oportunidades. Pero, lo peor de todo. ha sido, salvo raras excepciones, los encuentros con el ser humano. 

“Lejos, más lejos”, no es un libro de aventuras. Es un libro de un vértigo insufrible del que hay que refugiarse a tiempo y de tanto en tanto, al constatar que escarba de manera morbosa en la condición humana. 

Caminar es arduo. Arrastrarse malherido, asaltado por hombres, mujeres y bestias, vejado, incomprendido y seguir el pretexto de que la vida vale la pena en un contexto en que el infierno es lo que está alrededor es una tarea, más que que agotadora, insoportable, hasta que llega el momento del naufragio absoluto, y aunque uno vuelva a intentar reiniciar el camino, volver al rio con nuevos bríos y mejor pertrechado, este se tornará indefectiblemente imposible, bajo la mirada inmisericorde de Dios. No basta con querer. A veces no se puede, aunque se deba, y constatarlo, devuelve el sosiego con tal de aceptarlo. Pero también, la frustración. Y uno se pregunta si ha valido la pena tanto esfuerzo para al fin quedar varado. Uno se pregunta si en el hilo sobre el que la vida hace equilibrios lo importante es llegar a toda costa o mantener en todo caso el equilibrio. La esperanza que todo lo soporta. El eterno mito. 

 

No sé si recomendaría la lectura del libro. No es un libro indispensable y sí una historia demasiado vieja. Descascarillada. La publicidad habla de una historia romántica, íntima. En absoluto.

 La vida es tan corta y hay tanto donde escoger, que, a uno, a mi, al menos, me entra la duda de si ha sido la mejor elección. No obstante, una vez leído, confieso, que me ha atrapado, más que la historia, su forma de contarla tan aséptica y anestesiada. Quizás de otra forma, resultaría mucho más dolorosa. 

Lilian, la protagonista, cuando llega a Isla Ellis en 1924 es una entre miles de emigrantes rusos que consiguieron huir del drama terrible de los programas de exterminio que tuvieron lugar al inicio de la era soviética. Ha visto todo tipo de desdichas. Cuando se entera de que su hija no ha muerto y puede que esté en Siberia emprende un viaje que es un relato de pura supervivencia.

Amy Bloom es una escritora norteamericana que ya debe de rondar casi los setenta. Esta novela la publicó en 2007. Se tradujo al castellano y la publicó Destino en 2009. Hasta hace más o menos diez años fue profesora de literatura creativa en la Universidad de Yale. Ahora ejerce en la de Wesleyan. 

© jcll. Noviembre 2021.

 

 

  

 

 

La mecanógrafa, de Kate Atkinson

 


                                                         Suelo terminar de leer casi todas las novelas que empiezo, incluidas las que no consiguen atraparme desde el inicio por respeto al esfuerzo de escritor. Cuesta mucho escribir una novela, y tanto más si es buena. De entrada, después de haberla seleccionado para leerla, debo partir de la presunción de bondad. De lo contrario seria pensar que mi elección ha sido chapucera. 
Soy un sentimental.

Con esta no he podido. He dejado la lectura cuando ya me falta menos de un tercio para terminarla porque no pasaba nada, porque la escritura me parecía deslabazada y premiosa, porque el tedio me dominaba y cualquier excusa era bastante para colocar un marcapáginas y cerrar el libro. Porque, finalmente, he llegado a la conclusión de que no era yo quien era descortés con la autora, sino que era ella la que, quizás, era poco considerada conmigo como su lector. Me he dejado engañar y no he sabido evitarlo hasta que he puesto fin a la lectura. Lo siento, no he podido más. Punto. No voy a perder más tiempo con ello.