Ha llamado Cooper.

Ya han pasado tres días y no me ha llamado Cooper. Desapareció a toda prisa con el teléfono en la boca. Me preocupa que se haya quedado sin batería. Quizás no ha sabido conectarlo por desconocer la contraseña. Pienso que siempre tendrá el recurso de volver al camino donde hemos coincidido los últimos días para pasear nuestros atardeceres, y preguntarme.  Puede que incluso haya ido en mi búsqueda, o haya dejado algún mensaje escrito en el polvo o en uno de los chopos del barranco que atraviesa el camino al comprobar que he sido yo el que no ha comparecido, después de haberme esperado más de hora y media. Ahora que caigo, Cooper hacía tiempo que rondaba ese camino. Una vez pasó con otros tres perros sueltos. Lo normal es que lo perros anden sueltos Va con su naturaleza ser libres. Lo anormal es verlos atados y tan sumisos. Caminaban aprisa, recelosos,  y antes de llegar a mi altura se desviaron por un zopetero que descendía hacia el barranco tras unos cañaverales. No les presté mayor atención al  dejarme libre el camino, aunque Cooper se quedó rezagado para una última mirada. No podría asegurar con certeza que era el mismo, pero sí era blanco y gris, y la misma cautela en la mirada. Hay certezas que devienen poco a poco y se instalan como el polvo que cubre los muebles a los que se les ha dejado perder el brillo con el paso del tiempo.  Lo recuerdo porque en aquel momento unas torcaces cruzaron el cielo con el viento del sur como avanzadilla de las que volarían por la noche hacia el norte.  Otra vez creí haberlo visto arriba de un ribazo, disimulado entre las hierbas silvestres que crecían a los pies unos cipreses.
Esta tarde he salido también al atardecer para un recorrido urbano. Mis diez kilómetros del ocaso. La misma rutina de cada día antes de que caiga el sol por la espalda. Siguiendo la vía del tranvía he llegado hasta el mar. El Lebeche todavía no es fuerte cuando el verano  ya casi asoma,  y las olas que había levantado el viento se dejaban caer muelles sobre la arena. Todo el mar se balanceaba con el ritmo perdido y me he sentado en la arena caliente para escuchar su murmullo como quien espera la noche sin ninguna sorpresa. Entonces ha sonado el teléfono. Mi teléfono. El teléfono de Cooper. Lo sé porque lo ha delatado su número, pero especialmente el silencio y la respiración entrecortada cuando he descolgado. He contestado de la misma manera, aunque me he acercado a la orilla, para que Cooper escuchara el rumor de las olas. ¡Cómo me hubiera gustado que también lo hubiera olido! Tanto que casi he metido el teléfono en el agua. Cuando lo he llevado de nuevo al oído ya había colgado y me ha asaltado una tristeza infinita. Hasta el mar parecía derramarse en lamentos.
© Preludio. Dos de junio 2015. 


"También esto pasará" de Milena Busquest.

Me gustan las novelas en las que el escenario se torna protagonista importante de la trama en tanto que cogestiona la vida, la muerte, el sexo, el amor, la frustración y el fiasco.
Acabo de leer la segunda novela de Milena Busquets, “También esto pasará”, publicada por Anagrama y  debo reconocer que ha sido uno de los libros que con mayor fruición he leído últimamente. Quizás porque el trasfondo de la relación con la madre muerta me impresiona cada vez más, a medida que mis años ya se cuentan, mirando con gafas de presbicia la raya de mi horizonte y de reojo lo que ha ido quedando atrás  entre la nostalgia de lo que ha sido válido en mis paraísos perdidos. Paraísos, sin duda, en los que se sitúa con la excelencia a veces,  el dolor, las relaciones complejas, los trabajos excitantes, el sexo, la sucesión, la enfermedad y también el desastre. Todo aquello que importa. La autora nos muestra a alguien que no está dentro ni fuera del mundo, sino en su límite para comprender mejor la sensación de vacío. Una sensación que disuelve toda realidad objetiva que, de pronto, parece revocada con tal que pueda relucir, con el radical naufragio, flotando en el espacio y el tiempo de una nada inconmutable, resplandores y reflejos que halan a la deriva entre residuos que flotan. Y  lo que resulta más sorprendente de todo ello, que todavía puedan contabilizarse, por lo singular, como limaduras y fragmentos de la belleza. Una belleza que surge de las cenizas de la vida. Aquí no me atrevo a ser tan contundente como Thomas Mann para asegurar que lo bello se muestra a partir del siniestro total, pero  algo de eso se muestra en la novela de Milena Busquets. La muerte como fatalidad que impulsa la vida, y esta entendida como sexo, el sexo como contacto, como abrazo compartido e inmediato. Pura necesidad de ser.  Y ser es saberse participado.
De nuevo nos encontramos con la eterna dicotomía de "eros y tanatos", tan constante en la literatura de todos los tiempos.
Una novela muy recomendable para leer en una de las noches cortas de junio, que casi siempre, para mí, han sido antesala de los paraísos.  

© Preludio. Primero de Junio 2015.

Cooper no sabe hacer selfies

El día ha transcurrido con mi ansiedad. Pensaba que me encontraría de nuevo con Cooper. Incluso cavilaba si podría regalarle un teléfono antiguo. El más preciado de todos cuantos he tenido por la única finalidad específica que tenia. Al fin y al cabo ya no me sirve para nada desde hace tiempo. Aunque, ¿para qué querría el perro un teléfono móvil? Mejor uno móvil que uno fijo. Cooper no es un perro sedentario, ni siquiera es callejero. Es un perro de campo y monte.  Puede que sí le interese, aunque no tenga para hacer selfies. Cooper no puede ser tan pijo. Además, a la gente de monte abrupto y de mar abierto nunca nos ha dado por esas tonterías.
Al atardecer, como de costumbre, me he calzado las zapatillas de andar y me he propuesto recorrer diez kilómetros por el mismo lugar donde ayer me encontré con él. El fisioterapeuta me ha prohibido andar durante más de una hora y media, y me perderé la maratón de Berlín. La de Roma me pasó factura y aún estoy pagándola. Ahora tan solo ando a paso ligero por una senda amable por ser desierta.
Esta penúltima tarde de mayo no hacía calor, más bien un viento húmedo de levante con aromas de mar y espliego, preludio de una tormenta, obligaba a una prenda de abrigo. A los cinco minutos de caminar el sudor me empapaba la espalda y me sobraba el cortaviento. Me he despojado del mismo y lo he atado a las ramas de un almez frondoso, que disimulaba su vista, para recogerlo a la vuelta. Hubiera sido raro que alguien se lo llevara. El lugar, por fortuna, resulta poco transitado.
Cuando ya dudada que Cooper apareciera, he visto a lo lejos que alguien se acercaba. Venía por la parte derecha del camino con paso inquieto. El mismo aspecto de ayer, gris y negro, igual de sucio, las pestañas polvorientas, pero menos resabiado. Yo iba por la izquierda en previsión de algún vehículo, aunque era de extrañar que a esas horas del atardecer pasara alguno por aquella vía. A reconocerlo he avivado el paso hasta llegar donde él. Cooper por el contrario lo ha retenido y se ha puesto en guardia atento a mis manos y a mis propósitos. Por supuesto, esta vez no iba armado con el teléfono, sino que los llevaba a buen recaudo, metidos ambos en los bolsillos.  Los dos nos hemos detenido al mismo tiempo. Igual que ayer, pero con menos distanciamiento. Lo primero que he hecho ha sido mostrarle mis manos abiertas, mientras él reculaba un par de pasos, tenso el rabo. Cuando las he bajado, Cooper lo ha movido un poco sin atreverse a mirarme a los ojos. Los perros saben mejor que nadie que no hay que mirar directamente a los ojos, salvo a los ojos de los niños, que son todavía una promesa, como los pozos de agua clara. En los otros, en los de los adultos, los ojos son como los de aguas oscuras, donde al fondo reflejan la tribulación y la desdicha.
El perfil de las montañas pasaba del añil al violeta y el sendero oscurecía, como si la noche emergiera desde dentro de la tierra. Unas nubes negras presagiaban tormenta.
Ha habido un momento que no he sabido que hacer. Cooper, sí. Se ha apartado a la vera del camino y después de olisquear unos cardos silvestres ha echado una meada larga. Pup-pu-pup cantaba en ese momento una abubilla. Contestaba al pup-pup-pup de otra que estaba sobre un almendro. La abubilla ha salido volando como contestación al reclamo. Luego, Cooper  ha venido hacia mí y se ha sentado en el suelo. Me ha parecido que me invitaba a hacer lo mismo.
Mientras me sentaba frente a él, se ha acercado un poco más y se ha atrevido a lamerme una zapatilla. Buscaba una caricia. Cualquiera que lo hubiera visto seguro que hubiera sacado su móvil y hubiera grabado la escena. Juro que he pensado hacerlo yo mismo. ¿Pero a quien iba a enseñarlo con el riesgo  de perderme en aquel momento la emoción del animal y la mía propia? He desistido de ello. No obstante he sacado el móvil viejo del bolsillo y se lo he ofrecido. Cooper lo ha olido y lo ha despreciado. Estaba más interesado en mi caricia. Luego, lo extraño ha sido que me lo ha quitado de la mano y ha huido con él en la boca. Ha debido pensar que así acababa con mi amenaza. Por más que he salido corriendo detrás, no he podido alcanzarle. Algo más que añadir al “debe” de la factura de la Maratón de Roma. Cooper estaba mejor preparado que yo para huir por el camino hasta el cruce de un sendero por donde ha salido monte abajo. Si aguantara así más de cuarenta  kilómetros le propondría que corriera por mí la Maratón de Berlín.
Después he vuelto a casa, a donde he llegado,  encendidas ya las luces, después de recoger del almez mi cortaviento. Júpiter aparecía en ese momento en el cielo, arrogante como un galán treintañero por encima de la Sierra, acompañado del primer trueno que iniciaba la tormenta. Confío que Cooper me llame un día de estos para darme noticias.