Cooper no sabe hacer selfies

El día ha transcurrido con mi ansiedad. Pensaba que me encontraría de nuevo con Cooper. Incluso cavilaba si podría regalarle un teléfono antiguo. El más preciado de todos cuantos he tenido por la única finalidad específica que tenia. Al fin y al cabo ya no me sirve para nada desde hace tiempo. Aunque, ¿para qué querría el perro un teléfono móvil? Mejor uno móvil que uno fijo. Cooper no es un perro sedentario, ni siquiera es callejero. Es un perro de campo y monte.  Puede que sí le interese, aunque no tenga para hacer selfies. Cooper no puede ser tan pijo. Además, a la gente de monte abrupto y de mar abierto nunca nos ha dado por esas tonterías.
Al atardecer, como de costumbre, me he calzado las zapatillas de andar y me he propuesto recorrer diez kilómetros por el mismo lugar donde ayer me encontré con él. El fisioterapeuta me ha prohibido andar durante más de una hora y media, y me perderé la maratón de Berlín. La de Roma me pasó factura y aún estoy pagándola. Ahora tan solo ando a paso ligero por una senda amable por ser desierta.
Esta penúltima tarde de mayo no hacía calor, más bien un viento húmedo de levante con aromas de mar y espliego, preludio de una tormenta, obligaba a una prenda de abrigo. A los cinco minutos de caminar el sudor me empapaba la espalda y me sobraba el cortaviento. Me he despojado del mismo y lo he atado a las ramas de un almez frondoso, que disimulaba su vista, para recogerlo a la vuelta. Hubiera sido raro que alguien se lo llevara. El lugar, por fortuna, resulta poco transitado.
Cuando ya dudada que Cooper apareciera, he visto a lo lejos que alguien se acercaba. Venía por la parte derecha del camino con paso inquieto. El mismo aspecto de ayer, gris y negro, igual de sucio, las pestañas polvorientas, pero menos resabiado. Yo iba por la izquierda en previsión de algún vehículo, aunque era de extrañar que a esas horas del atardecer pasara alguno por aquella vía. A reconocerlo he avivado el paso hasta llegar donde él. Cooper por el contrario lo ha retenido y se ha puesto en guardia atento a mis manos y a mis propósitos. Por supuesto, esta vez no iba armado con el teléfono, sino que los llevaba a buen recaudo, metidos ambos en los bolsillos.  Los dos nos hemos detenido al mismo tiempo. Igual que ayer, pero con menos distanciamiento. Lo primero que he hecho ha sido mostrarle mis manos abiertas, mientras él reculaba un par de pasos, tenso el rabo. Cuando las he bajado, Cooper lo ha movido un poco sin atreverse a mirarme a los ojos. Los perros saben mejor que nadie que no hay que mirar directamente a los ojos, salvo a los ojos de los niños, que son todavía una promesa, como los pozos de agua clara. En los otros, en los de los adultos, los ojos son como los de aguas oscuras, donde al fondo reflejan la tribulación y la desdicha.
El perfil de las montañas pasaba del añil al violeta y el sendero oscurecía, como si la noche emergiera desde dentro de la tierra. Unas nubes negras presagiaban tormenta.
Ha habido un momento que no he sabido que hacer. Cooper, sí. Se ha apartado a la vera del camino y después de olisquear unos cardos silvestres ha echado una meada larga. Pup-pu-pup cantaba en ese momento una abubilla. Contestaba al pup-pup-pup de otra que estaba sobre un almendro. La abubilla ha salido volando como contestación al reclamo. Luego, Cooper  ha venido hacia mí y se ha sentado en el suelo. Me ha parecido que me invitaba a hacer lo mismo.
Mientras me sentaba frente a él, se ha acercado un poco más y se ha atrevido a lamerme una zapatilla. Buscaba una caricia. Cualquiera que lo hubiera visto seguro que hubiera sacado su móvil y hubiera grabado la escena. Juro que he pensado hacerlo yo mismo. ¿Pero a quien iba a enseñarlo con el riesgo  de perderme en aquel momento la emoción del animal y la mía propia? He desistido de ello. No obstante he sacado el móvil viejo del bolsillo y se lo he ofrecido. Cooper lo ha olido y lo ha despreciado. Estaba más interesado en mi caricia. Luego, lo extraño ha sido que me lo ha quitado de la mano y ha huido con él en la boca. Ha debido pensar que así acababa con mi amenaza. Por más que he salido corriendo detrás, no he podido alcanzarle. Algo más que añadir al “debe” de la factura de la Maratón de Roma. Cooper estaba mejor preparado que yo para huir por el camino hasta el cruce de un sendero por donde ha salido monte abajo. Si aguantara así más de cuarenta  kilómetros le propondría que corriera por mí la Maratón de Berlín.
Después he vuelto a casa, a donde he llegado,  encendidas ya las luces, después de recoger del almez mi cortaviento. Júpiter aparecía en ese momento en el cielo, arrogante como un galán treintañero por encima de la Sierra, acompañado del primer trueno que iniciaba la tormenta. Confío que Cooper me llame un día de estos para darme noticias.


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