Sigo en el monte solo
mientras amarillea. Al sol le cuesta madrugar cada día más. Antes que se diluya
la oscuridad, me pongo las botas, meto
en la mochila un chusco de pan con queso y media bota de vino áspero en busca del
sendero perlado de rocío que me suba hasta arriba. Echo de menos a “Duro”, un
pointer acanelado, que, viejo, murió la
semana pasada metido de lleno en su oficio al precipitarse en un barranco detrás
de una zorra jovencita. Bajé a por él con el corazón en la boca, tenía las
piernas rotas, la cabeza ensangrentada y estaba tan mal herido, que me pedía con la
mirada que lo dejara ir con orgullo. Le tiré
con los ojos cerrados. Al abrirlos se me escaparon las lágrimas. La escopeta se
quedó estupefacta mientras lo cubría con unas piedras al abrigo de fieras que no
llegaron a ser enemigas. No he vuelto a
pasar por aquel recodo de la sierra. Desde entonces ando solitario sin el arma.
Me interno en el bosque, entre los robles y las hayas. Los eucaliptus parecen
fantasmas varados en la bruma. Escucho el graznido de unas abubillas que parecen
llamarse a gritos. Me cruzo con las
huellas de una pareja de jabalíes y echo de menos mi vieja escopeta. El bosque
resuena misterioso al compás de mis pasos. No hay camino, pero bordeo la corriente del
arroyo que se precipita entre las piedras y el musgo. Las últimas lluvias han
despertado todas las fragancias. Los níscalos, los rebollones, las amanitas,
los anizcles, las mículas y otras mil
setas y hongos empiezan a hacer del otoño una fiesta. Me gusta caminar por el
monte solo, con la mochila a la espalda y el poncho sobre los hombros.