El tres es
un número primo. Y el cinco. Son dos números que me gustan, y que han influido en
mi vida de manera constante. Siempre he pensado que el día tres es una fecha
magnífica para que ocurra algo relevante. Y si ocurre el día tres del mes tres
es seguro que los dioses deben de haberlo pensado detenidamente con alguna
intención piadosa o perversa. Su propia percepción ética siempre ha sido muy
peculiar.
Del cinco
hablaré después.
Debí de
nacer un día tres. Me casé el tercer día del mes de mayo. Un mes primo. Tres
son mis hijos. El número de colegiado para mi actividad profesional comienza en
dos (número primo) y termina en tres, lo que suma cinco (número primo). Mi
número de documento de identidad termina en tres, con la letra C. Un día tres,
de ya no recuerdo qué mes, mi mujer y yo acordamos nuestro divorcio y la
sentencia del juzgado número tres de familia la firmó su magistrado el tres de
marzo. En esa ocasión los dioses fueron compasivos con nosotros los ex e inclementes con nuestros tres hijos. Nunca se puede fiar uno de los
moradores del Olimpo. Mientras tanto, abandoné mi casa y me fui a vivir a un
barco a punto de ser desguazado, amarrado al muelle número tres, y que de tan
viejo ya no podía navegar con seguridad, aunque todavía resultaba bastante
confortable para vivir solo a bordo sin goteras ni humedades. Lo adquirí en una
partida de póker con un full de treses. Al cabo de un año, también un día tres
me encontró una amante que hizo caduca mi estiba solitaria en el navío e inútil
mi gorra de capitán sin brújula ni sextante. Me convertí en ocupa de un
monísimo apartamento de diseño en la planta diecisiete (número primo) de un
edificio de veintitrés plantas (número primo) del código postal terminado en
trece (número primo) de la tercera capital de España. Mi amante era viuda de un
piloto de aviación del que había heredado aquel estudio que, al aparecer, había
usado como picadero. La aventura con la viuda duro algo más de dos años y un
día cuatro de marzo, o sea hoy, me he encontrado con las maletas en el rellano
de la escalera. El cuatro no es un número primo, sin embargo, le estoy
agradecido. Últimamente las cosas no iban demasiado bien, sobre todo desde que
se enteró tarde que había sido agraciado con un premio de la primitiva. Me supo
muy mal que no me dejara despedirme de ella como Dios manda para decirle que
fue bonito mientras duró.
Ahora
hablaré brevemente del cinco. Un número al que tengo aprecio. Con abuso del
mismo me tocó la primitiva como ya he dicho. No mucho dinero. Suficiente para
reparar el barco: sanear los mamparos, sustituir la escalera, cambiar las
escotillas, calafatear un par de cuadernas, limpiar la sentina, pintar la
cubierta después de sustituir la teca de popa que estaba muy castigada, instalar
agua caliente y equiparlo con aire acondicionado. También he cambiado la mesa
del salón y el tapizado de los sillones. La cocina. El frigorífico. Los cuartos de baño y he remozado mi camarote. Una fortuna, pero ha quedado
acogedor.
El mecánico
me insiste en que le cambie el motor. Apuesta por un Volvo de muchos caballos por si quisiera cambiar de paisaje, pero yo no me veo en
alta mar con ese cascarón del año 1951, número primo, construido en Suecia y
que ya estaba destinado al retiro. Estoy seguro de que me lo agradece. Compartimos
nuestros mutuas soledades. Se llama “El número primo”.
En fin, que
estoy de vuelta en mi casa flotante, de nuevo con la gorra de capitán, sentado
en el sofá con los pies descalzos sobre la mesa y viendo, mientras me tomó un
bourbon largo con hielo, cómo el Barcelona le gana al Atlético con un gol de
Messi. Arriba, el viento y la lluvia han calmado y el barco permanece
ingrávido. Acabo de decidir que no adoptaré una perra que me haga compañía.
Prefiero la de la mar. Cuando termine el
partido, releeré Marinero en tierra, con el tono de Alberti:
“Si mi voz muriera en tierra,
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera”.
Creo que soy como los números primos. Solo divisible por mí mismo y por la
unidad.
ã jcll. Marzo
2108.