Los espejos rotos.

He estado dudando si quitar los espejos de mi casa, todos, los del retrete, el de la entrada, los de los armarios o si ponerme una máscara o un disfraz con la que esconderme. He llegado a la conclusión que ni una cosa ni otra. Mejor romper los espejos. De esa manera cuando me asomo a ellos descubro mi imagen deformada, con todas las perversiones al descubierto, y pienso que es culpa de ellos, incapaces de reunir mi perfil virtuoso. Con la máscara no me engañaría a mí mismo, sino solo a los demás, y los otros no me importan. No son el infierno. Sartre no tenía ni idea de lo que decía, ni sabía de máscaras ni de espejos. Creía que eran los demás quienes le hacían obsceno y feo solo para hacer rabiar su existencia. Pensaba únicamente en sí mismo en medio de todos. Yo pienso solo en mí mismo, en mi única y absoluta soledad, de ahí la importancia de los espejos. De los espejos rotos, tan insolentemente veraces en su malicia.

ãjcll. Marzo 2018

El número primo.

El tres es un número primo. Y el cinco. Son dos números que me gustan, y que han influido en mi vida de manera constante. Siempre he pensado que el día tres es una fecha magnífica para que ocurra algo relevante. Y si ocurre el día tres del mes tres es seguro que los dioses deben de haberlo pensado detenidamente con alguna intención piadosa o perversa. Su propia percepción ética siempre ha sido muy peculiar.
Del cinco hablaré después.
Debí de nacer un día tres. Me casé el tercer día del mes de mayo. Un mes primo. Tres son mis hijos. El número de colegiado para mi actividad profesional comienza en dos (número primo) y termina en tres, lo que suma cinco (número primo). Mi número de documento de identidad termina en tres, con la letra C. Un día tres, de ya no recuerdo qué mes, mi mujer y yo acordamos nuestro divorcio y la sentencia del juzgado número tres de familia la firmó su magistrado el tres de marzo. En esa ocasión los dioses fueron compasivos con nosotros los ex e inclementes con nuestros tres hijos. Nunca se puede fiar uno de los moradores del Olimpo. Mientras tanto, abandoné mi casa y me fui a vivir a un barco a punto de ser desguazado, amarrado al muelle número tres, y que de tan viejo ya no podía navegar con seguridad, aunque todavía resultaba bastante confortable para vivir solo a bordo sin goteras ni humedades. Lo adquirí en una partida de póker con un full de treses. Al cabo de un año, también un día tres me encontró una amante que hizo caduca mi estiba solitaria en el navío e inútil mi gorra de capitán sin brújula ni sextante. Me convertí en ocupa de un monísimo apartamento de diseño en la planta diecisiete (número primo) de un edificio de veintitrés plantas (número primo) del código postal terminado en trece (número primo) de la tercera capital de España. Mi amante era viuda de un piloto de aviación del que había heredado aquel estudio que, al aparecer, había usado como picadero. La aventura con la viuda duro algo más de dos años y un día cuatro de marzo, o sea hoy, me he encontrado con las maletas en el rellano de la escalera. El cuatro no es un número primo, sin embargo, le estoy agradecido. Últimamente las cosas no iban demasiado bien, sobre todo desde que se enteró tarde que había sido agraciado con un premio de la primitiva. Me supo muy mal que no me dejara despedirme de ella como Dios manda para decirle que fue bonito mientras duró.
Ahora hablaré brevemente del cinco. Un número al que tengo aprecio. Con abuso del mismo me tocó la primitiva como ya he dicho. No mucho dinero. Suficiente para reparar el barco: sanear los mamparos, sustituir la escalera, cambiar las escotillas, calafatear un par de cuadernas, limpiar la sentina, pintar la cubierta después de sustituir la teca de popa que estaba muy castigada, instalar agua caliente y equiparlo con aire acondicionado. También he cambiado la mesa del salón y el tapizado de los sillones. La cocina. El frigorífico. Los cuartos de baño y he remozado mi camarote. Una fortuna, pero ha quedado acogedor.
El mecánico me insiste en que le cambie el motor. Apuesta por un Volvo de muchos caballos por si quisiera cambiar de paisaje, pero yo no me veo en alta mar con ese cascarón del año 1951, número primo, construido en Suecia y que ya estaba destinado al retiro. Estoy seguro de que me lo agradece. Compartimos nuestros mutuas soledades. Se llama “El número primo”.
En fin, que estoy de vuelta en mi casa flotante, de nuevo con la gorra de capitán, sentado en el sofá con los pies descalzos sobre la mesa y viendo, mientras me tomó un bourbon largo con hielo, cómo el Barcelona le gana al Atlético con un gol de Messi. Arriba, el viento y la lluvia han calmado y el barco permanece ingrávido. Acabo de decidir que no adoptaré una perra que me haga compañía. Prefiero la de la mar.  Cuando termine el partido, releeré Marinero en tierra, con el tono de Alberti:

Si mi voz muriera en tierra,
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera”.

Creo que soy como los números primos. Solo divisible por mí mismo y por la unidad.

ã jcll. Marzo 2108.