J.P. Manchette: Cuerpo a tierra


Escrita en 1981, “Caza al asesino”, última novela de Jean Patrick Manchette, es un ejemplo radical de escritura conductista, puesta de moda por el escritor norteamericano Dashiell Hammett, referencia principal de Manchette dentro de la novela negra, a partir de un tema clásico. Asesino a sueldo, ansioso de jubilarse, es víctima del mundo que le rodea. Conductismo es el término para referirse al “estudio del comportamiento sobre las relaciones de estímulo y respuesta y a partir de la conducta y de las reacciones objetivas, sin tener en cuenta la conciencia, y casi nunca los sentimientos o los estados de ánimo”. La escritura tan solo describe los comportamientos, los actos y hechos. De ahí la frialdad, la soledad atormentada y triste del protagonista, sin matices que reflejen cualquier romanticismo. Resulta estremecedora la reacción glacial del héroe ante la brutal violación y asesinato de su pareja, o ante la infidelidad manifiesta de su “amada”. No hay emociones. No hay arrepentimiento. Es neo-polar. No obstante, de manera paradójica, la trama parece arrancar desde una motivación puramente romántica. Martin Terrier se convierte en Christian porque, siendo de clase humilde, lejos del estatus de la chica a la que ama, debe lograr posibles en un tiempo determinado para conseguirla en virtud de su promesa. ¿Hay algo más romántico? Sin embargo, puede que la paradoja no sea tal, y lo que parezca amor tampoco lo sea, sino voluntad de afirmación y rechazo de la realidad, con resultado fallido por el determinismo en el que se sumerge el autor. La novela, en la línea de su construcción circular, acaba como empieza, con idéntica frase en la misma tonalidad menor, cargada, sin ambigüedades, con un largo y sombrío calderón.

La novela atrapa al lector por su gran fuerza narrativa al mostrar una violencia feroz, sin ninguna cesión descriptiva a la piedad. Este secuestro lo acreditan de manera mayoritaria los tertulianos de Primado Negra, llegando, algunos, a calificarla, incluso, de obra magistral dentro del género negro. Para otros, los menos, tanta atrocidad se traduce en repugnancia psíquica y lectora hasta preterir la obra, situándola lejos de la excelencia. ¿Cómo no menospreciar, también, un texto que incurre, al parecer, en ciertos deslices bien evidentes para cualquier buen conocedor de las armas? Un texto de 1981 plagado de imágenes referenciadas a la nouvelle vague. Imágenes como flases, cámara al hombro, sin sentimentalismos, sin planos generales, construcciones elípticas, frases cortas, esporádicas, visuales. Manchette escribe como si filmara. No en balde fue guionista y apasionado del cine. Para un buen conocedor del cine francés de los años 50-60 del pasado siglo le resulta fácil identificar planos, perfiles, lugares y escenas en su novela que le llevan a otras.
         Carlos Zanón dice en su prólogo que Manchette, más bien, escribe como componen los músicos. Es posible. Yo no lo he visto. Quizás, alguno de los tertulianos. Creo que Manchette no improvisa. No se deja llevar. Se ciñe estrictamente al guion. Lo que resulta muy claro es que lo que escribe Zanón no es un prólogo, y nadie debería cometer el error de leerlo antes de terminar de leer la novela. Es un epílogo, sin ninguna duda.

La disparidad en el criterio lleva necesariamente a abordar si en la obra de Manchette existe crítica social. Para sus detractores no hay complejidad. Se está ante un psicópata asesino, sin remordimiento alguno, que mata, cobrando, por encargo de “La compañía”. Para sus valedores hay trastienda como en toda buena novela negra que cumpla los cánones. Manchette muestra, en la inflexión y en la mirada, la brutalidad existente en un mundo despojado de toda posibilidad de elección y esperanza. Una señal o un guiño al existencialismo a través del nihilismo del protagonista, de su escepticismo político y de su relativismo moral. Lo inútil viene determinado.

La novela, en sus dos primeras partes, avanza con buen ritmo y adecuados giros argumentales muy previsibles, sin casi sorpresas, y, en la última, cuando se espera un impulso de romanticismo postrero, aborda una nueva vía atroz, con abundantes pinceladas de humor negro.
     
Fatídica es una novela intensa. Ciento ochenta paginas concisas de estilo duro. De las que se leen aprisa. Escrita con frases muy cortas, urgentes, apremiantes, forzosas como destellos que entrecortan la acción para avivarla. Si Caza al asesino es muy visual, Fatídica lo es también frenéticamente percibida con horror ante crímenes sin razón aparente.

Sin solución de continuidad, en ciudades no demasiado grandes, al parecer elegidas al azar, la asesina ejerce su oficio, asumiendo el encargo tácito de todos, a la que estaríamos dispuestos a pagar cuando hemos sido o somos víctimas de corrupción, alevosía, prevaricación, engaño, infidelidad, celos, odio, venganza, y traición. ¿Cuántas veces nos hemos descubierto pensando: “La/o mataría”? Es entonces cuando forzosamente firmamos el contrato de asesinato con Aimée Joubert y la seguimos con empatía. Manchette es un escritor comprometido y en esta novela pretende comprometer al lector.
En “Caza al asesino” la critica social que entraña la novela es más formalmente ideológica. En “Frenética”, Manchette, abundando en la misma línea de pesimismo nihilista, desciende varios escalones en lo concreto y escupe sobre los vicios más comunes de una sociedad provinciana.
La lectura de esta novela estaba sugerida por su brevedad, como un “a más a más” en la visión de este autor francés en la tertulia de Primado Negra, y, siendo, probablemente, a criterio de la crítica literaria del género negro, otra obra magna, ha pasado, no sin injusticia, con cierta indiferencia. Puede que lo Neo-Polar resulte frío a lectores más vehementes, a quienes, contrariamente, les repugne tanta sangre.

Manchette es antirrealista y antirromántico. No concede salida para el anhelo donde todo es perverso. En 1982 se quedó sin voz, dejó de escribir, se echó cuerpo a tierra como el tirador. Sin embargo, a pesar del cáncer que se le llevó la vida, mientras sobrevivió, a la izquierda siempre, le salvó en lo posible, además del cine, sobre todo, el jazz.

©jcll. marzo 2019.

Betibú, un tango en el filo de lo insondable.



Claudia Piñero es una excelente escritora argentina, novelista, dramaturga, guionista y periodista, que ostenta el XIV premio Pepe Carvallo (2018) de novela negra otorgado por el Ayuntamiento de Barcelona, y que se incorpora por méritos propios a la ola de escritoras que aparecen y brillan en el panorama literario por mor de las grandes editoriales en lengua castellana. 
Me gusta cómo escribe. Me encanta su literatura intensa y entusiasta con la que atrapa al lector y lo conduce fácilmente con un estilo lúcido y un léxico sustancioso. La escritora está por el tipo de relato en el que muestra una historia y espera que el lector le siga no obstante haberle dosificado la información. Escribe guiones para televisión y produce novelas singulares, con personajes femeninos muy potentes, que, sin duda, están en la base de su feminismo militante. 
Betibú es una novela muy visual. El cine se ocupó de ella. Si casi todas sus novelas entrañan una obsesión por la muerte y por la soledad de sus personajes, en esta se da de manera especial. Sin embargo, al terminar de leer Betibú, llegué a la preocupante conclusión de que la autora se había quedado sin historia tras esa escritura brillante. La primera parte de la novela, con una buena presentación de personajes y escenarios, parecía muy prometedora, sin embargo, la resolución resultaba forzada. No se sabía cómo se había producido la serie de asesinatos que impone la trama. Todos los muertos habían aparecido como por ensalmo, y el lector se quedaba esperando, inútilmente, que en algún momento el narrador mostrara de qué manera había actuado el asesino, se le delatara y recibiera su castigo. En definitiva, tenía la sensación de que la historia de Betibú chirriaba. Todo desembocaba en alguien todo poderoso que mataba donde quería y como quería, y a Claudia Piñero, al parecer, solo le interesaba establecer la relación entre los muertos y el móvil de sus decesos como una ecuación que conducía al asesino. Y eso no era así. Hasta que alguien, que conocía el ámbito argentino en el que se desenvuelve la autora, proporcionó la clavé para entenderla. Betibú es una novela que necesita una clave para su interpretación. Es una novela en la línea del compromiso social de la autora.  Con toda seguridad, después de conocer sus declaraciones sobre el panorama político, social y económico de Argentina desde el fin de la dictadura, podía ratificarme en esa nueva conclusión.

Y luego estaba ese final feliz de las dos ultimas páginas que parecía un brindis innecesario para lectoras o lectores facilones. La autora padecía de escrúpulos. Por eso…, se excusaba.  Un final feliz que deseaban vehementemente las amigas de Betibú. ¿Estaba pensando en un público femenino? Bastante, pero no del todo. Algo parecido dije en la tertulia de Primado Negra con gran extrañeza de casi todos los tertulianos, de entre los que alguno había apostado más por atribuir al grupo de amigas de Betibú el oficio del coro griego, o a modo de tal. Ciertamente lo parece.
La presencia a lo largo de la novela de las amigas de Betibú, quizás, muy intencionada parece el retrato de una sociedad pija, que consolida igualmente con la presencia del hijo de Betibú y sus amigos en el Country. Creo que Claudia Piñero aprovecha ese grupo de mujeres para dotarlas de una función preventiva con respecto al personaje de Nurit Iscar ante los peligros y desgracias que pudieran derivarse de una conducta impropia de seguir con su ex amante, algo que sí hacía el coro griego, aunque en este caso lo precisara poco un personaje que, con vacilaciones, gozaba de ideas muy claras. Más bien, estoy convencido que Piñero se burla de ellas desde un punto de vista feminista, de cuya causa es una activista. Es un puntazo de humor en la novela, y, que es, al parecer, bastante común a lo largo de toda la obra de Claudia Piñero.

Dice Claudia Piñero que “El Country es un escenario cerrado, un coto privilegiado, y que el gueto son los de afuera, que el sistema permite el maltrato a las personas. Un sistema que usa la violencia y la sospecha por principio, y confunde el espacio publico con el privado, que promueve, sin escrúpulos, la intromisión en lo intimo y personal”.  Un escenario que conoce muy bien, porque ella vive en uno de esos lugares para privilegiados de los alrededores de Buenos Aires. Un espacio donde la libertad es para pocos en aras de primar la seguridad, porque todos los foráneos son sospechosos.
Hay una serie de preguntas constantes durante toda la lectura de la novela: Frente a seis muertes violentas de personas relacionadas entre sí, ¿sólo está el periodismo ocupado por la verdad, por la corrupción o, quizás, solo por la cuenta de resultados? ¿dónde está la policía? ¿seis asesinatos, y no pasa nada? ¿O está la policía detrás de todo ello como el vértice de un poder que no admite control? ¿Claudia critica la corrupción de la institución policial? La respuesta a estas preguntas se da en clave argentina y la ratifica la propia autora en una entrevista. “Después de la dictadura quedó mucha mano de obra de la represión, policías que formaron parte de bandas de secuestradores y de sicarios. En España, probablemente, los padres aconsejan a sus hijos que en caso de problemas busquen un policía. Los argentinos de mi generación les recomendamos que busquen a un quiosquero, o a quien sea, pero no a la policía. No hay día que la prensa no informe de la participación de un policía o ex policía en un acto criminal”.  La novela es de 2010, en pleno Kitchnerismo.  No puede sorprender que Betibú entrañe un homenaje al buen periodismo, a los periodistas de a pie, ya sean de la antigua escuela o del nuevo periodismo sin papel, a través de la novela negra, cuando tratan de revelar la metástasis de corrupción que sufren unas instituciones contaminadas. ¿Acaso no formaría parte de la serie negra una novela que se ocupase de la muerte de un fiscal del que todavía no se sabe de manera oficial si se ha suicidado o ha sido asesinado?
Así funciona la clave que clarifica la novela. En las novelas de Claudia Piñero los “buenos”, los investigadores de la verdad, los justicieros, los perseguidores de lo inicuo no son los policías, sino cualesquiera otros, por ejemplo, los periodistas, los escritores. No importa el asesino, sino los muertos. No importa tanto los motivos, sino tener presente que el que sobrevive y da la orden es el que está arriba y no tiene rostro. Importa menos la justicia que la verdad, toda vez que la primera es casi imposible sin que antes prevalezca la segunda. Solo dando a conocer la verdad, algún día pueda haber justicia. 
Betibú es como un tango sin fin que perdura en lo insondable. Claudia Piñero y Betibú lo saben y lo bailan de manera canalla. ¿Cómo podría ser de otra manera? 
© jcll. Marzo 2019.

Sabor a muerte. P.D. James y la decadencia victoriana.




Sabor a muertees una novela de Phyllis Dorothy James, escrita en 1986, y publicada en España por primera vez en 1987. 
P.J. James (1920 – 2014), escritora británica, es autora, principalmente de novelas policíacas. Estudió en Cambridge. Trabajó durante diecinueve años como administrativa de la Seguridad Social y después fue funcionaria en el Departamento de Criminología del Ministerio del Interior de 1968 a 1979.  Después se dedicó en exclusiva a escribir y a su familia.
No obstante haber empezado a escribir a edad muy tardía, su obra es amplia. Publicó su primera novela a la edad de 43 años, y en ella ya aparece su personaje más famoso, el inspector de Scotland Yard, Adam Dalgliesh, quien protagoniza una serie de catorce novelas, algunas de las cuales fueron llevadas al cine, lo que acrecentó su fama como escritora del genero negro. No tuvo igual fortuna en la literatura de ciencia ficción en la que su producción es escueta.
Las notas necrológicas que se publicaron a raíz de su muerte la calificaron como “la voz más literaria de entre los autores británicos del género policiaco”.  “Deja una obra que conquistó al público y a la crítica con su retrato de la complejidad humana, servido por la construcción meticulosa, casi forense, de las tramas y la elegancia en la pluma”, “lo que le valió, en el Reino Unido, la consideración de reina de la novela negra”. Sigue diciendo la nota de El País, que James “tomó el dominio de la construcción narrativa de Jane Austen como referencia, y eligió la novela negra porque consideró que podía emular con éxito a los autores del género a los que admiraba”.
Sabor a muerte, novela de más de 600 paginas, puede abocar a una lectura con cierta dificultad por causa de las minuciosas descripciones exhaustivas que la autora, con elegante escritura, carga la novela hasta llegar, en algún caso, a hacer confusa la trama y el orden de los acontecimientos. Descripciones que extiende, y a veces reitera, desde el escenario panorámico que circunscribe toda la componenda y sus aledaños hasta los detalles más prolijos de los paisajes, de los personajes,  de sus cavilaciones, de sus ropajes, de las telas e hilos con los que están urdidos, de la arquitectura, de los exteriores de sus casas, de sus estancias interiores y despachos, de los materiales con el que están construidas,  de los objetos que las adornan o las degradan, de las pinturas que cuelgan de sus paredes o de las manchas que hacen miserable un banco de cocina o una sotana, en un exceso evidente de cultismo unas veces, con el que se adereza la autora, y, otras, con manifiesta desconfianza respecto de la imaginación del lector. 
Interrogada sobre este proceder, la propia autora manifiesta que quiere que su lector vea todo: el personaje y su circunstancia en su entorno más detallado como parte necesaria de su comprensión. Es una salida airosa para el lector que goza también de la lectura pausada, elegante y cadenciosa de la literatura inglesa del XIX, desde Jane Austen, hasta el relato minucioso de William Wilki Collins, creador de la novela policiaca inglesa, en la que se recrea P.D. James, pero lejos de la literatura moderna que, más que contar, muestra, y espera que el lector se exija y active su imaginación, haciéndose parte esencial de la obra. Ninguna opción es mejor que la otra. Probablemente, sean complementarias e igualmente válidas desde el punto de vista literario.
Sobre la traducción al castellano hay disparidad de opiniones. Frente a quien alaba su bondad se opone la existencia de algún giro con acento catalán que evidenciaba el origen del traductor y su inevitable traición.
Es evidente, el carácter muy británico de la autora y por ende de su novela y sus personajes. La descripción de perfiles hieráticos, fríos, emocionalmente contenidos, henchidos de desdén hacia lo extranjero, próximos al supremacismo anglosajón, y hacia la clase inferior, especialmente, por la clase dominante. Es paradigmático el personaje de Lady Úrsula y los habitantes del número 72 de Campden Hill Square, residencia de Paul Bérowne, vértice del contraste de clases que muestra la novela. 
No es que D.J. James entre en la problemática social, algo que no plantea. El conflicto es puramente personal y descontextualizado dentro de la diferencia de clases, y lo desarrolla al estilo de las series o películas inglesas que muestran las relaciones entre diferentes, los de arriba y los de abajo, comúnmente aceptadas. Piénsese que la novela es de 1986, en pleno thatcherismo, en que la agitación social era muy acusada, y, sin embargo, P.D. James no entra al trapo, contrariamente a la preocupación que muestra ante el defecto de natalidad en la Europa Occidental que proyectó en su novela de ciencia ficción: Hijos de los hombres, que se llevó al cine con éxito. Sí está, por otra parte, interesada en el avance del feminismo, que encarna en Kate, la ayudante de Adam Dalgliesh, frente al machismo obsceno de Massingham, su otro ayudante.  
El mundo que retrata P.D. James es un orden en decadencia: La descomposición de la era victoriana, estertor del imperio británico. P.D. James es conservadora y probablemente votara al partido conservador, aunque con la nariz tapada ante la dudosa conducta de ciertos dirigentes, a los que también convierte en sospechosos de las horrendas muertes de la sacristía de la Iglesia de Saint Matthew. 
Un tema que subyace a lo largo de toda la novela es “la soledad”. Todos sus personajes, generalmente bien perfilados, son seres solitarios y atormentados: un vagabundo de portal pedigüeño, un ex ministro del Gobierno de Su Majestad con un pasado ambiguo, una enfermera que acaba de abortar, una vieja solterona que ronda la iglesia, un niño marginado por una madre de conducta aviesa, un clérigo sórdido e interesado, maridos solos de esposas retraídas, con amantes igualmente adustos que responden a familias infelices, insolidarias e hipócritas, traumáticamente decadentes.  Una criada víctima de sus propios señores. Un médico abortista sin escrúpulos, una madre resentida de policía, considerada un obstáculo a su progresión profesional. Un asesino psicópata con derecho a matar o a dejar vivir. Una hija rencorosa involucrada en actividades revolucionarias liada con un novio manipulador. 
El mismo inspector Adam Dalgliesh es un ser reservado, valiente, culto y solitario al que salva la cultura, escalón ascendente en el orden social ––no en balde, P.D. James, proveniente de la clase media, obtuvo un titulo nobiliario que la ascendió al cielo de la Cámara de los Lores––, pero que carece del carácter canalla de los detectives que luchan contra la corrupción de sus propios jefes y del sistema. El inspector de P.J. James pelea más por la verdad que por la justicia, lo que le reviste de cierta sosería que acaba contaminando la propia novela. Una sosería que no cuestiona el excelente oficio literario de nuestra autora que se mueve en entornos cerrados, asfixiantes y sombríos, magistralmente descritos, y en el que todos, salvo la policía, son sospechosos con motivos sobrados para el crimen, dentro de la mejor tradición detectivesca inglesa. 

P.D. James, en Sabor a muerte, construye una obra de orfebrería literaria alrededor de un botón, sin apenas trampas más allá de alguna exageración o coincidencia aventurada, que hagan inverosímil la historia. Una historia que avanza a través de unos diálogos esenciales muy bien logrados. Estos hubieran sido bastantes para erigir, con mérito más que suficiente, toda la historia de no más de doscientas cincuenta páginas, al considerar el resto, bellísimamente literario, solo anécdota. 
La novela está escrita en tercera persona a través de un narrador omnisciente, instrumento perfecto en la pluma de P.D. James, conocedor del pasado, del presente y del futuro hasta en sus más nimios detalles, con una narrativa lineal desde el principio, dedicada de manera metódica a la presentación de cada uno de los personajes y del establecimiento de los hechos, para, en el último tercio, dividirla en una triple trayectoria, logrando un avance más efectivo de la novela, dando respuesta perfecta al “qué” con la resolución ordenada del “quien”, del “cómo” y del “por qué”. 
            Es importante resaltar el interrogante perdurable, irresoluto en la novela, sobre las razones de la experiencia mística o de los verdaderos quebraderos de conciencia del dimisionario ministro de la Corona, Paul Bérowne, que le llevaron a la sacristía de Saint Matthew, donde finó su existencia tan apurada, pública y privada, descartado el suicidio. El interrogante deriva al tema religioso y la respuesta no quiebra la perdurabilidad. Pareciendo que se mueve en un ámbito católico, resulta más extraño en un ambiente muy británico. 

En general, la novela gusta. Pero, sin duda, uno sale reforzado en el firme convencimiento, de que, para muestra, basta un botón. Nunca un aforismo vendría mejor al caso. 

Ciertamente, no arrebataría la corona que la crítica literaria inglesa colocó en las sienes de esta autora, al reputarla como reina de la novela negra británica, pero, siendo muchísimo menos monárquico que los críticos ingleses, puede que, a pesar de su premio por esta novela que, al parecer, es la mejor, no le otorgaría derechos en el orden de sucesión a la corona de la novela negra en general. Sin embargo, era de interés leer a P.D James y me ha alegrado por ello, aunque me haya costado treinta años decidirme. 
©jcll. enero 2019,
  





Mucho de Kureishi


Descubrí por casualidad a Haninf Kureishi en octubre de 2008.  Estaba yo en la estación de Atocha a punto de tomar el tren camino de Barcelona y precisaba de un libro con el que entretener la travesía. Sin apenas tiempo que perder, en apenas unos segundos, y sin más criterio que su portada, compré «Algo que contarte». Nada había leído de ese escritor inglés, de origen paquistaní, del que, entonces, me enteré que tenia, a la sazón, publicados, no sin éxito de crítica, varios libros. La lectura me atrapó y el viaje se me hizo corto. En aquel libro, sobre un amplio panorama social e histórico vinculaba la vida erótica en los grandes cambios políticos y económicos. 
            Hace poco, me pasó casi lo mismo en la Estación de Barcelona, donde compré «Nada de nada» del mismo novelista, su última novela publicada por Anagrama a fines de 2018, y de nuevo ha vuelto a sorprenderme gratamente al recordarme sus temas y sus maneras el estilo de Philip Roth. Kureishi hurga aquí, con humor y cierto sarcasmo, en las tribulaciones de la vejez y la decadencia personal relacionadas con la infidelidad y los conflictos sexuales en unos personajes que no pueden dejar de ser patéticos. Resulta una lectura enojosamente placentera, cuya bondad avalan sus casi 180 páginas. Llegué a la última y al cerrar la tapa del libro, después de pasar la mano sobre ella como una caricia, desplegó en mí una amplia sonrisa, que me duró hasta que me subí al taxi, que me llevaría a mi hotel, desde la Puerta de Atocha.

©jcll. Enero 2019.