Sabor a muerte. P.D. James y la decadencia victoriana.




Sabor a muertees una novela de Phyllis Dorothy James, escrita en 1986, y publicada en España por primera vez en 1987. 
P.J. James (1920 – 2014), escritora británica, es autora, principalmente de novelas policíacas. Estudió en Cambridge. Trabajó durante diecinueve años como administrativa de la Seguridad Social y después fue funcionaria en el Departamento de Criminología del Ministerio del Interior de 1968 a 1979.  Después se dedicó en exclusiva a escribir y a su familia.
No obstante haber empezado a escribir a edad muy tardía, su obra es amplia. Publicó su primera novela a la edad de 43 años, y en ella ya aparece su personaje más famoso, el inspector de Scotland Yard, Adam Dalgliesh, quien protagoniza una serie de catorce novelas, algunas de las cuales fueron llevadas al cine, lo que acrecentó su fama como escritora del genero negro. No tuvo igual fortuna en la literatura de ciencia ficción en la que su producción es escueta.
Las notas necrológicas que se publicaron a raíz de su muerte la calificaron como “la voz más literaria de entre los autores británicos del género policiaco”.  “Deja una obra que conquistó al público y a la crítica con su retrato de la complejidad humana, servido por la construcción meticulosa, casi forense, de las tramas y la elegancia en la pluma”, “lo que le valió, en el Reino Unido, la consideración de reina de la novela negra”. Sigue diciendo la nota de El País, que James “tomó el dominio de la construcción narrativa de Jane Austen como referencia, y eligió la novela negra porque consideró que podía emular con éxito a los autores del género a los que admiraba”.
Sabor a muerte, novela de más de 600 paginas, puede abocar a una lectura con cierta dificultad por causa de las minuciosas descripciones exhaustivas que la autora, con elegante escritura, carga la novela hasta llegar, en algún caso, a hacer confusa la trama y el orden de los acontecimientos. Descripciones que extiende, y a veces reitera, desde el escenario panorámico que circunscribe toda la componenda y sus aledaños hasta los detalles más prolijos de los paisajes, de los personajes,  de sus cavilaciones, de sus ropajes, de las telas e hilos con los que están urdidos, de la arquitectura, de los exteriores de sus casas, de sus estancias interiores y despachos, de los materiales con el que están construidas,  de los objetos que las adornan o las degradan, de las pinturas que cuelgan de sus paredes o de las manchas que hacen miserable un banco de cocina o una sotana, en un exceso evidente de cultismo unas veces, con el que se adereza la autora, y, otras, con manifiesta desconfianza respecto de la imaginación del lector. 
Interrogada sobre este proceder, la propia autora manifiesta que quiere que su lector vea todo: el personaje y su circunstancia en su entorno más detallado como parte necesaria de su comprensión. Es una salida airosa para el lector que goza también de la lectura pausada, elegante y cadenciosa de la literatura inglesa del XIX, desde Jane Austen, hasta el relato minucioso de William Wilki Collins, creador de la novela policiaca inglesa, en la que se recrea P.D. James, pero lejos de la literatura moderna que, más que contar, muestra, y espera que el lector se exija y active su imaginación, haciéndose parte esencial de la obra. Ninguna opción es mejor que la otra. Probablemente, sean complementarias e igualmente válidas desde el punto de vista literario.
Sobre la traducción al castellano hay disparidad de opiniones. Frente a quien alaba su bondad se opone la existencia de algún giro con acento catalán que evidenciaba el origen del traductor y su inevitable traición.
Es evidente, el carácter muy británico de la autora y por ende de su novela y sus personajes. La descripción de perfiles hieráticos, fríos, emocionalmente contenidos, henchidos de desdén hacia lo extranjero, próximos al supremacismo anglosajón, y hacia la clase inferior, especialmente, por la clase dominante. Es paradigmático el personaje de Lady Úrsula y los habitantes del número 72 de Campden Hill Square, residencia de Paul Bérowne, vértice del contraste de clases que muestra la novela. 
No es que D.J. James entre en la problemática social, algo que no plantea. El conflicto es puramente personal y descontextualizado dentro de la diferencia de clases, y lo desarrolla al estilo de las series o películas inglesas que muestran las relaciones entre diferentes, los de arriba y los de abajo, comúnmente aceptadas. Piénsese que la novela es de 1986, en pleno thatcherismo, en que la agitación social era muy acusada, y, sin embargo, P.D. James no entra al trapo, contrariamente a la preocupación que muestra ante el defecto de natalidad en la Europa Occidental que proyectó en su novela de ciencia ficción: Hijos de los hombres, que se llevó al cine con éxito. Sí está, por otra parte, interesada en el avance del feminismo, que encarna en Kate, la ayudante de Adam Dalgliesh, frente al machismo obsceno de Massingham, su otro ayudante.  
El mundo que retrata P.D. James es un orden en decadencia: La descomposición de la era victoriana, estertor del imperio británico. P.D. James es conservadora y probablemente votara al partido conservador, aunque con la nariz tapada ante la dudosa conducta de ciertos dirigentes, a los que también convierte en sospechosos de las horrendas muertes de la sacristía de la Iglesia de Saint Matthew. 
Un tema que subyace a lo largo de toda la novela es “la soledad”. Todos sus personajes, generalmente bien perfilados, son seres solitarios y atormentados: un vagabundo de portal pedigüeño, un ex ministro del Gobierno de Su Majestad con un pasado ambiguo, una enfermera que acaba de abortar, una vieja solterona que ronda la iglesia, un niño marginado por una madre de conducta aviesa, un clérigo sórdido e interesado, maridos solos de esposas retraídas, con amantes igualmente adustos que responden a familias infelices, insolidarias e hipócritas, traumáticamente decadentes.  Una criada víctima de sus propios señores. Un médico abortista sin escrúpulos, una madre resentida de policía, considerada un obstáculo a su progresión profesional. Un asesino psicópata con derecho a matar o a dejar vivir. Una hija rencorosa involucrada en actividades revolucionarias liada con un novio manipulador. 
El mismo inspector Adam Dalgliesh es un ser reservado, valiente, culto y solitario al que salva la cultura, escalón ascendente en el orden social ––no en balde, P.D. James, proveniente de la clase media, obtuvo un titulo nobiliario que la ascendió al cielo de la Cámara de los Lores––, pero que carece del carácter canalla de los detectives que luchan contra la corrupción de sus propios jefes y del sistema. El inspector de P.J. James pelea más por la verdad que por la justicia, lo que le reviste de cierta sosería que acaba contaminando la propia novela. Una sosería que no cuestiona el excelente oficio literario de nuestra autora que se mueve en entornos cerrados, asfixiantes y sombríos, magistralmente descritos, y en el que todos, salvo la policía, son sospechosos con motivos sobrados para el crimen, dentro de la mejor tradición detectivesca inglesa. 

P.D. James, en Sabor a muerte, construye una obra de orfebrería literaria alrededor de un botón, sin apenas trampas más allá de alguna exageración o coincidencia aventurada, que hagan inverosímil la historia. Una historia que avanza a través de unos diálogos esenciales muy bien logrados. Estos hubieran sido bastantes para erigir, con mérito más que suficiente, toda la historia de no más de doscientas cincuenta páginas, al considerar el resto, bellísimamente literario, solo anécdota. 
La novela está escrita en tercera persona a través de un narrador omnisciente, instrumento perfecto en la pluma de P.D. James, conocedor del pasado, del presente y del futuro hasta en sus más nimios detalles, con una narrativa lineal desde el principio, dedicada de manera metódica a la presentación de cada uno de los personajes y del establecimiento de los hechos, para, en el último tercio, dividirla en una triple trayectoria, logrando un avance más efectivo de la novela, dando respuesta perfecta al “qué” con la resolución ordenada del “quien”, del “cómo” y del “por qué”. 
            Es importante resaltar el interrogante perdurable, irresoluto en la novela, sobre las razones de la experiencia mística o de los verdaderos quebraderos de conciencia del dimisionario ministro de la Corona, Paul Bérowne, que le llevaron a la sacristía de Saint Matthew, donde finó su existencia tan apurada, pública y privada, descartado el suicidio. El interrogante deriva al tema religioso y la respuesta no quiebra la perdurabilidad. Pareciendo que se mueve en un ámbito católico, resulta más extraño en un ambiente muy británico. 

En general, la novela gusta. Pero, sin duda, uno sale reforzado en el firme convencimiento, de que, para muestra, basta un botón. Nunca un aforismo vendría mejor al caso. 

Ciertamente, no arrebataría la corona que la crítica literaria inglesa colocó en las sienes de esta autora, al reputarla como reina de la novela negra británica, pero, siendo muchísimo menos monárquico que los críticos ingleses, puede que, a pesar de su premio por esta novela que, al parecer, es la mejor, no le otorgaría derechos en el orden de sucesión a la corona de la novela negra en general. Sin embargo, era de interés leer a P.D James y me ha alegrado por ello, aunque me haya costado treinta años decidirme. 
©jcll. enero 2019,
  





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