"Tú y yo" de Niccolò Ammaniti. Reseña.


Antes de saber que la Feria del Libro de Madrid tenía como invitada de honor a la literatura italiana, ya había adquirido el libro “Tú y yo” de Niccolò Ammaniti, uno de los autores más significativos de la actual narrativa en Italia.
Niccolò Ammaniti es  autor de “No tengo miedo” —su mejor novela. Ganó el premio Viareggio en 2001 —, también publicada por Anagrama, y llevada al cine por Gabriele Salvatores. Estará en la Feria el nueve de junio por la tarde para presentar su último libro.
“Tú y yo” se lee en apenas una tarde. Es una novela muy corta, —120 páginas—, tan suficiente como aguda. Narra una historia que se lee con urgencia, a lo que ayuda un estilo conciso y claro, pero sobre todo un laconismo en palabras esenciales, desprovistas de todo adorno, como cauce idóneo para transmitir emociones intensas.
Ammaniti nos cuenta, entre un lapso de diez años, un episodio solipsístico que nace de la vida introvertida y neurótica de Lorenzo, un adolescente, dispuesto a vivirlo en una semana, escondido en un lugar oscuro y húmedo, lo más parecido a un bunker-refugio, como un retorno al útero materno. Tiempo y espacio bastante para transformarse y renacer de nuevo, lejos de un mundo exterior incomprensible, al producirse el encuentro con Olivia, un personaje muy hecho, pero, más que desestructurado, derruido.
Hay quien ha comparado a Lorenzo Cuni con Holden Caulfield o con el personaje que interpreta James Dean en Rebelde sin causa. Me parece exagerado, aunque intención y carga no le han faltado a Niccolo Ammaniti.
“Tú y yo” es un libro hermoso, con un final estremecedor, en el que hay quien ve una intención pedagógica.  Yo no la veo, pero si he comprobado que  su lectura no me ha dejado intacto.

María Reina


                                               
          
          No pasó mucho tiempo entre el regreso de Tiberio y el encuentro con María Reina. No más de tres minutos.
          Hacia dieciocho años que no se veían, y, mientras, no hubo ni una carta, ni una llamada, ni un telegrama. Tan solo recuerdos, próximos y frecuentes al principio; después se fueron espaciando. Sin embargo, cada año por la candelaria, María Reina, después de que el reloj de la plaza repitiera las siete campanadas, entraba en la Iglesia y recogía dos velas bendecidas, unas veces eran blancas, otras fueron rojas. Una la encendía para alejar los rayos en los días de tormenta, y la otra la guardaba año tras año en un cajón de la cómoda sin saber muy bien qué debería hacer con ellas.  De tanto en tanto se sorprendía mirándolas, aunque nunca las contaba. Demasiado sabía las que había.
          María Reina, pasados cinco años desde aquel dos de febrero, cuando cumplió veinticuatro, casó convencida de que el hombre al que se unía sólo era una mala solución al tedio, y la respuesta que todo el mundo esperaba.
          <<No lo hagas, le había aconsejado su padre, un buen hombre al que Doña Ada, su madre, con la crueldad de una amantis perfecta, había relegado a la indiferencia. Su madre era la que había insistido en la conveniencia de ese casamiento. <<¿Qué harás cuando nosotros no estemos?  ¡Tú, sola! Plácido es un buen hombre. Además, quiero nietos>>. Lo decía como quien exige un derecho o espera un regalo merecido.
          María Reina no tuvo descendencia. Desde la primera noche le cerró a Plácido la puerta de su alcoba y así estuvo a pesar de los requerimientos y las suplicas de su marido durante toda la vida.  Un día y otro, Plácido, con los puños destrozados de tanto golpear la puerta, se ausentaba de la casa y volvía por las mañanas con el aliento podrido, como si llevara un perro muerto en la boca.
          Un último día de enero, María Reina recibió una carta extraña. Desde el primer momento decidió no abrirla.
          Ese año, cuando María Reina fue a la Iglesia por la candelaria no esperó que el reloj repitiera las siete. Entró y recogió una vela —tan solo una—, para las tormentas. A la salida la esperaba Tiberio.
          —Llegas tarde, Tiberio, dieciocho velas lo atestiguan— le dijo María Reina.
          —¿Qué son dieciocho? Apenas duran media hora –le contestó Tiberio.
          —Para mí una eternidad.
          —Algo permanente es lo que fui a buscarte.
          —No lo necesitaba. Tenía lo que quería.
          —No era bastante.  Ahora lo tengo todo.
          —Pero no a mí.
          —Sigues siendo mía. Me diste palabra.
          —Y tú te tomaste tiempo.
          —¿Desde cuándo el tiempo rompe una palabra?
          —El tiempo y el olvido pueden con todo.
          —¿Tu olvido? —inquirió Tiberio.
          —Tu silencio que es lo mismo—alegó ella.
          —¿Acaso son olvido y silencio tus dieciocho velas?
          Tiberio la miró a los ojos. María Reina aguantó su mirada lo que pudo. Luego la puso en el suelo.
          Aquella noche cuando Plácido golpeó con los puños en la puerta de la alcoba de su esposa comprobó que cedía.  Penetró sin freno, se allegó hasta el lecho con el corazón en la boca. Con rabia, desesperado, extendió un brazo y luego otro para recorrerlo. Llorando, baboso, clavó las uñas en las sábanas y arrastró convulso su cuerpo por la cama vacía. Lanzó un rugido, tomó la almohada y a golpes repetía gritando: <<¡Maldita seas, María Reina!>>.  Luego cayó al suelo, exhausto. Cuando se levantó se fue al cajón de la cómoda en busca de las velas para prenderle fuego a la alcoba. Solo encontró una.
          A la mañana siguiente, de madrugada, la gente lo vio subir al monte con el pelo quemado, como un perro enloquecido. A Tiberio lo vieron esperando en la plaza.
          María Reina desapareció con la jaca. Hay quien dijo que la vio en la pampa, otros dijeron que no pasó de Sevilla, pero cada año al comenzar febrero, Tiberio recibía una vela que embargaba el olvido.