No pasó mucho tiempo entre el regreso
de Tiberio y el encuentro con María Reina. No más de tres minutos.
Hacia dieciocho años que no se veían,
y, mientras, no hubo ni una carta, ni una llamada, ni un telegrama. Tan solo
recuerdos, próximos y frecuentes al principio; después se fueron espaciando.
Sin embargo, cada año por la candelaria, María Reina, después de que el reloj de
la plaza repitiera las siete campanadas, entraba en la Iglesia y recogía dos
velas bendecidas, unas veces eran blancas, otras fueron rojas. Una la encendía
para alejar los rayos en los días de tormenta, y la otra la guardaba año tras
año en un cajón de la cómoda sin saber muy bien qué debería hacer con
ellas. De tanto en tanto se sorprendía
mirándolas, aunque nunca las contaba. Demasiado sabía las que había.
María Reina, pasados cinco años desde
aquel dos de febrero, cuando cumplió veinticuatro, casó convencida de que el
hombre al que se unía sólo era una mala solución al tedio, y la respuesta que
todo el mundo esperaba.
<<No lo hagas, le había
aconsejado su padre, un buen hombre al que Doña Ada, su madre, con la crueldad
de una amantis perfecta, había relegado a la indiferencia. Su madre era la que
había insistido en la conveniencia de ese casamiento. <<¿Qué harás cuando
nosotros no estemos? ¡Tú, sola! Plácido
es un buen hombre. Además, quiero nietos>>. Lo decía como quien exige un
derecho o espera un regalo merecido.
María Reina no tuvo descendencia.
Desde la primera noche le cerró a Plácido la puerta de su alcoba y así estuvo a
pesar de los requerimientos y las suplicas de su marido durante toda la
vida. Un día y otro, Plácido, con los
puños destrozados de tanto golpear la puerta, se ausentaba de la casa y volvía
por las mañanas con el aliento podrido, como si llevara un perro muerto en la
boca.
Un último día de enero, María Reina
recibió una carta extraña. Desde el primer momento decidió no abrirla.
Ese año, cuando María Reina fue a la
Iglesia por la candelaria no esperó que el reloj repitiera las siete. Entró y
recogió una vela —tan solo una—, para las tormentas. A la salida la esperaba
Tiberio.
—Llegas tarde, Tiberio, dieciocho
velas lo atestiguan— le dijo María Reina.
—¿Qué son dieciocho? Apenas duran
media hora –le contestó Tiberio.
—Para mí una eternidad.
—Algo permanente es lo que fui a
buscarte.
—No lo necesitaba. Tenía lo que
quería.
—No era bastante. Ahora lo tengo todo.
—Pero no a mí.
—Sigues siendo mía. Me diste palabra.
—Y tú te tomaste tiempo.
—¿Desde cuándo el tiempo rompe una
palabra?
—El tiempo y el olvido pueden con
todo.
—¿Tu olvido? —inquirió Tiberio.
—Tu silencio que es lo mismo—alegó
ella.
—¿Acaso son olvido y silencio tus
dieciocho velas?
Tiberio la miró a los ojos. María
Reina aguantó su mirada lo que pudo. Luego la puso en el suelo.
Aquella noche cuando Plácido golpeó
con los puños en la puerta de la alcoba de su esposa comprobó que cedía. Penetró sin freno, se allegó hasta el lecho
con el corazón en la boca. Con rabia, desesperado, extendió un brazo y luego
otro para recorrerlo. Llorando, baboso, clavó las uñas en las sábanas y
arrastró convulso su cuerpo por la cama vacía. Lanzó un rugido, tomó la
almohada y a golpes repetía gritando: <<¡Maldita seas, María
Reina!>>. Luego cayó al suelo, exhausto.
Cuando se levantó se fue al cajón de la cómoda en busca de las velas para
prenderle fuego a la alcoba. Solo encontró una.
A la mañana siguiente, de madrugada,
la gente lo vio subir al monte con el pelo quemado, como un perro enloquecido.
A Tiberio lo vieron esperando en la plaza.
María Reina desapareció con la jaca.
Hay quien dijo que la vio en la pampa, otros dijeron que no pasó de Sevilla,
pero cada año al comenzar febrero, Tiberio recibía una vela que embargaba el
olvido.