La perversión de la palabra

Hace tiempo que, de entrada, escucho con el dedo inhiesto los discursos y las respuestas de nuestros políticos más conspicuos.
Además, cuando veo que, sin ningún rubor ni esfuerzo mental, llevados por el adoctrinamiento cínico de sus gurús de la comunicación, esos políticos retuercen las palabras para no decir lo que significan, el dedo medio de la otra mano también se me pone yerto.
Cuando escucho que recortes no son sino  reformas; que degradación de derechos constitucionales sólo es afectación de su ejercicio en tiempos difíciles. Que la especulación en el mercado que hacen  individuos inmensamente ricos sin escrúpulos no es una estafa contra los bolsillos de gente a la que están robándoles la cartera con toda la jeta, sino buscar la estabilidad financiera. Que la reforma laboral es necesaria para dejar a la gente sin trabajo, porque así luego se creará más empleo. Que la amnistía fiscal es un gran invento para que los que no han pasado por caja, piensen: <<qué listos que somos. ¿De verdad, se creen que yo… Serán cretinos?>> Que no podemos pagar el sistema sanitario porque mi tía de ochenta y nueve años abusa de las aspirinas y además no se muere nunca después de romperse la cadera. Que el estado de bienestar es insostenible si es para todos. Que el capitalismo salvaje es fuente de riqueza, porque aviva el ingenio para afanarle al más tonto.
Que no, que no me lo creo. Unos jetas, y unos golfos. Los de aquí, los de Bruselas y los de la City. ¿Algo habrá que hacer, no? Antes de que algunos descerebrados, sin nada más que perder, descubran que la gasolina todavía es barata para acabar con el capitalismo salvaje, con el lema de que se joda el que tiene que el que no tiene bien jodido está. Ya pasó con la revolución francesa que acabó con el absolutismo de los poderosos. Y es que no aprenden. Sólo son avaros, perversos del verbo.

Mi novela o el euro.

No sabía si reír o llorar cuando ayer, sin ir más lejos, recibí de otra editorial más, en lo que va de año,  la carta  de rechazo numero 103 de una mis novelas. Una editorial pequeña pero elegante. Al menos así ha sido su contestación a mi propuesta. Me han dicho sinceramente que no pueden con “tanta novela” por falta de presupuesto. Que les viene grande, y que, en consecuencia que me dirija a una de las editoriales importantes de este país, o mejor si es extranjera, porque valer lo vale.
Por supuesto que no voy a hacerles ningún caso, porque yo me dirijo a quien me sale. ¡Bueno soy yo! Casi he estado a punto de contestarles que podía conseguirles, con el aval de todos mis bienes, pasados, presentes y futuros, un crédito del banco. Pero, no sería verdad, y me he contenido. Es el banco el que no tiene un euro que prestar por nuestra mala cabeza, según dicen la Merkel y los mercados.
Cuando he hablado del asunto con el director del banco, incluso llevándole copia de mi novela, me ha dicho que, quizás, con la amnistía fiscal la cosa vaya arreglándose.
<<Entonces, ¿qué me recomienda?>> me he atrevido a preguntarle, —mal hecho por mi parte, porque los bancos, gratis, ni respirar delante de ellos—. Sin embargo, el señor, muy amable, me ha aconsejado que, con cada carta  nueva que mande con una propuesta de edición de mi novela a cualquier editorial, ya sea pequeña, grande, famosa o desconocida por su padre, le mande copia al Ministro Montoro, con el ruego de que la haga pública a los tenedores de los activos ocultos, que son los que, amnistiados, van a reactivar la economía; por otra parte, no habiendo que pagar a los trabajadores, cosa que por fin han entendido los sindicatos, fluirá el crédito y  se podrá publicar mi novela, porque buena lo es. No será por defecto de calidad literaria. Pero, es que a mayor abundamiento, creará empleo. Palabra de Director de Banco.
Miedo me da su consejo, primero por su carácter de Agente literario, y segundo porque me lo cobrará bien cobrado. Seguro. Además, lo mismo Montoro pretende cobrar el IVA por adelantado.
Sin embargo, una cosa tengo muy clara. O se publica mi novela o el euro se nos va patas abajo.

Contar al oido

Hoy todo el mundo escribe, todo el mundo parece que tiene cosas que contar, pero sin embargo echo de menos cosas interesantes. Historias sorprendentes que superen la realidad, nuevas, novedosamente contadas.
Son muchísimas las historias que nos llegan por todos los sentidos hasta saturarnos, y no damos abasto a tanto, lo que nos obliga a ser muy selectivos.
Ello me lleva a pensar que si pretendo llamar la atención de alguien sobre las historias que quiero contar me resultará también  harto difícil, porque mi historia, la que podrían  escucharme sufre del mismo mal.
Si pudiera dirigirme a alguien por su nombre para llamarle la atención, pero no como las cartas de publicidad que recibo del Banco, porque eso siempre me parece falso e interesado, sino de una manera casi confidencial. Hacerle llegar que el relato que quiero contar está pensado para él. 
En realidad cuando cuento una historia pienso en ese alguien al que le hablo al oído, al que pretendo excitar sus sentidos, del que espero su reacción y así es como creo que me sale bien. Al menos es como disfruto contando a través de un canal muy fluido. 

El tiempo perdido.

               Cada día me amanecía con la intención de recuperar la calma, como un sentimiento perentorio para poder sobrevivir de manera satisfactoria. Intención que naufragaba a los pocos minutos con tan solo escuchar la radio mientras me afeitaba. Las noticias producidas y el análisis que quería hacer de las mismas me desbordaban. La lectura a continuación de al menos un par de periódicos, para poder contrastar, y sus artículos de opinión, que leía con toda rapidez, intentando buscar las ideas principales, me causaban un agobio inevitable porque tenía que atender los mensajes de Twitter y asomarme al Facebook para saber qué es lo que se estaba cociendo, sin olvidar los correos electrónicos recibidos. Eran tantos los mensajes que llamaban mi atención que hacían imposible que me centrara en lo que de verdad me importaba. Pero estar solamente a ello, me hacia obviar la realidad que me rodeaba  y hacia que a los dos días de olvidarme del mundo me sintiera desinformado y fuera de la realidad, lo que también me agobiaba.
               Se lo planteé hace poco a mi psiquiatra y me dijo que a él le pasaba lo mismo. Le pregunté: <<¿Y tú cómo lo solucionas?>> Después de encogerse de hombros me preguntó: <<¿Cuántos años tienes?>> <<Cuarenta y seis>>, le contesté. <<¿Y con esa edad te preocupa el futuro?>> me replicó. En principio me quedé muy perplejo. A la mañana siguiente le puse un correo y le dije: <<Amigo: dado que ya no tengo futuro, he decidido dejar de estar agobiado>>.  
               Desde entonces hago lo que me da la gana. Paso del Twitter, del Facebook y de los mercados, y como estoy entre los cinco millones y pico de desempleados, y salir de ahí no depende de mí, todas las mañanas me la paso tocando el saxo.
               A veces, sin ninguna prisa, leo a Proust.