Hace tiempo que, de entrada, escucho con el dedo inhiesto los discursos y las respuestas de nuestros políticos más conspicuos.
Además, cuando veo que, sin ningún rubor ni esfuerzo mental, llevados por el adoctrinamiento cínico de sus gurús de la comunicación, esos políticos retuercen las palabras para no decir lo que significan, el dedo medio de la otra mano también se me pone yerto.
Cuando escucho que recortes no son sino reformas; que degradación de derechos constitucionales sólo es afectación de su ejercicio en tiempos difíciles. Que la especulación en el mercado que hacen individuos inmensamente ricos sin escrúpulos no es una estafa contra los bolsillos de gente a la que están robándoles la cartera con toda la jeta, sino buscar la estabilidad financiera. Que la reforma laboral es necesaria para dejar a la gente sin trabajo, porque así luego se creará más empleo. Que la amnistía fiscal es un gran invento para que los que no han pasado por caja, piensen: <<qué listos que somos. ¿De verdad, se creen que yo… Serán cretinos?>> Que no podemos pagar el sistema sanitario porque mi tía de ochenta y nueve años abusa de las aspirinas y además no se muere nunca después de romperse la cadera. Que el estado de bienestar es insostenible si es para todos. Que el capitalismo salvaje es fuente de riqueza, porque aviva el ingenio para afanarle al más tonto.
Que no, que no me lo creo. Unos jetas, y unos golfos. Los de aquí, los de Bruselas y los de la City. ¿Algo habrá que hacer, no? Antes de que algunos descerebrados, sin nada más que perder, descubran que la gasolina todavía es barata para acabar con el capitalismo salvaje, con el lema de que se joda el que tiene que el que no tiene bien jodido está. Ya pasó con la revolución francesa que acabó con el absolutismo de los poderosos. Y es que no aprenden. Sólo son avaros, perversos del verbo.