A propósito de la Cuarta.

Tengo una amiga especial a quien no le gusta Mahler. Dice que, después de Bach, Haydn y Mozart, ya no hay música, sino ruido.  Las emociones más puras no precisan de ruido, sino de silencios entre los que deslizar el sonido armónico sin necesidad de excesivas peculiaridades instrumentales. Si acaso, el adagietto, tantas veces escuchado, puede resultar excelso.
Si por ella fuera, el Mahler, monstruoso, revolucionario e innovador continuaría sumido en el ostracismo y la repulsa por su rebeldía anticartesiana, por su cosmos caótico y, quizás,  hasta por su judaísmo. También el nazismo contribuyó a su anatema. ¿Para qué un mundo nuevo musical, cuando en música todo estaba dicho? Debió de entenderlo, remachó mi amiga, al constatar que era preterido en la Viena coetánea frente a Richard Strauss. Mejor director de orquesta que compositor.
Tenía tantas cosas que rebatirle a mi amiga que preferí callar. Ni siquiera preguntarle si le gustaba el jazz. Ya sabía su respuesta. Hay muchas maneras de expresar de manera venturosa las emociones. “Nihil novum sub sole”, diría mi amiga, pero hay tantas maneras de ver lo inmemorial, que resulta  muchas veces hermosamente nuevo. Además, ¿desde cuándo no hay nada nuevo?
Eso pensaba al abandonar el Palau de la Música el pasado día trece después de escuchar la Cuarta Sinfonía de Mahler.

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