El reloj


Muchas veces Andrew se había olvidado de mirar la hora, y, como había leído alguna vez sin recordar dónde, pensó que podría ser algo parecido a la felicidad. Recordaba con frecuencia la vez que quiso poner el reloj en marcha y le increparon que no había relojes que, sin dejar de ser malditos, marcaran las horas cuando se trataba de amar y enloquecer. A ello se unían las risas. Era la composición casi perfecta. Cuando quebró la alegría, se impuso el reloj para todo. Solamente los silencios no estaban tasados. Andrew lo último que escuchó fue: “tan solo tengo un minuto”. Entonces supo que todo se había derruido y ya nada tenia sentido. El resto de los días estuvo tarareando aquella maldita canción del reloj, sin poder ensordecer sus acordes hasta que recuperó la cordura después de un largo calderón.

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