“Si la razón dice que
la vida es irracional, según Bernad Shaw, la vida debe contentarse con
responder que la razón no tiene vida; la vida es lo fundamental, y si la razón
le estorba, hay que pisotear a la razón y arrojarla al lodo entre las más abyectas
supersticiones. En el sentido ordinario,
sería singularmente absurdo insinuar que Shaw desea que el hombre sea un puro
animal, pues eso va siempre asociado con la lujuria o la incontinencia, y los
ideales de Shaw son rectos e higiénicos. Pero existe otro significado por el
que pudiera decirse que Shaw desea que el hombre sea un animal. Es decir,
quiere que se aferre eternamente a la vida, al espíritu de lo animado, a lo que
sea común a él, a los pájaros, a las plantas. El hombre debe tener la ciega fe de
una bestia: debe de ser tan místicamente inmutable como una vaca y tan sordo a
los sofismas como un pez. Shaw no quiere
que sea filosofo ni artista, y es menor su deseo de que sea un hombre, que el
de que, en este sentido, sea un animal. Ha de marchar tras la bandera de la
vida por una convicción tan feroz como todas las demás criaturas la siguen por
instinto”.
Contar històries és una forma de llibertat personal. Ens allibera del corset de la identidat massificada que ens envolta.
La casa de los arquillos. Reseña.
La
casa de los arquillos,
como dice la contraportada del último libro de la escritora Pilar Aguarón,
publicado por la Editorial la Fragua del Trovador, “no es una novela, ni
tampoco es un libro de relatos al uso”. El libro, pudiendo ser con toda
dignidad cualquiera de las dos cosas, adquiere consistencia desde un collage de vivencias de personajes vinculados
de alguna manera con la casa —el principal personaje— como puntal que sostiene
una historia inquietante.
La
narración se construye “ab initio” sobre la base de una casa contaminada que
subyace en la mente de todos los personajes con el carácter de una aciaga
fatalidad. Traspasar su puerta es percibir el nefasto anuncio de la entrada en
un espacio fatal sin que exista salida
comprensible más allá de un volver a
empezar lejos de la misma. Casi todos los personajes están infectados de pesadumbre
y desolación en la casa de los arquillos. Unos arcos que parecen abiertos al
mundo, pero que en realidad resultan cegados a cualquier alegría. Todo insinúa una reclusión hermética, una tristeza
ininterrumpida, un desamparo insondable. La lectura de La casa de los arquillos nos evoca de alguna manera The House of Usher, el relato de Edgar Allan Poe, en
el que la degradación de la mansión perturba a sus habitantes como la señal
última de una vida agónica. En ambas obras hay muerte que contamina la vida.
En
el libro de Pilar Aguarón se ve una suerte de metáfora sobre la realidad devastada
que nos envuelve tan desprovista de esperanza,
tan parecida a aquella de la derrota
de La República y de la postguerra que negó el ser, y dejó sin casa a
tantos, como dice el poema lorquiano a
que hace referencia: “pero yo ya no soy
yo, /ni mi casa es ya mi casa/. Algo es lo mismo en este tiempo de
corrupción, de crisis económica, política, social y de valores. La casa de los
arquillos que habitamos todos, de alguna manera nos infecta.
Al
final se acabó rompiendo el mundo y ya no tiene arreglo, dice el miliciano que
ocupó la casa. Se rompió, sumido en la oscuridad y en la tiniebla. Desmentida
toda expectativa, no queda más esperanza que volver a empezar lejos. Levantar
de nuevo la piedra, como Sísifos cualesquiera, en un ciclo maldito.
Quizás,
como un único rayo de esperanza, como única suerte, como única riqueza, sea
salvar lo que está intacto, sin contaminar, la biblioteca, la visión de las
auroras boreales y cierta memoria del amor.
Pilar
Aguarón escribe La casa de los arquillos de manera afilada, penetrante, concisa,
con sentido autocrítico, con un estilo trabajado, inconforme, dotado de una
expresividad que deja mucho campo a la imaginación, lo que siempre agradece el lector. Una lectura muy recomendable.
© Preludio y fuga. Marzo
2014.
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